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MEMORIAS NO NARRADAS: LO QUE EL CUERPO RECUERDA CUANDO LA MENTE CALLA

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Advertencia ética antes de leer

Esta reflexión tiene una intención.
No obstante, aborda lo que es vivir en un mundo hostil: experiencias de abandono, control, silencios impuestos, vínculos que duelen y emociones que parecen no tener salida.

Esto puede generar malestar en personas que han vivido situaciones similares.
Por eso, si decides leerla, recomiendo hacerlo si te sientes en un lugar seguro, con la compañía de alguien o un apoyo emocional disponible.

Si en algún momento algo duele demasiado, puedes parar. No tienes que seguir. Observa tu cuerpo y tu respiración.
Puedes ir directamente al cierre, donde encontrarás lo esencial: la intención principal de este texto, una forma de acompañarte sin juicio, desde lo humano.

Y en esta ocasión, también me di la oportunidad —y la responsabilidad— de construir un puente con información clínica basada en evidencia, que puede ser valiosa sin dejar de hablarte desde la dignidad que mereces.

Esta es una reflexión narrativa escrita para que quien ha vivido algo similar pueda comprenderse de forma más humana, no desde el rechazo que se le impuso.
No hay etiquetas aquí. No hay juicios. Solo una voz que quiere acompañarte.

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El presente: devastación.

 

Se despierta sobresaltada, sin saber si realmente llegó a dormir.

La habitación sigue a oscuras, pero su cuerpo ya duele como si hubiera corrido kilómetros.

Arde, como si hubiera sido usado por otros sueños, otros miedos.

El corazón late demasiado rápido para estar en reposo.

La cabeza pesa.

Las articulaciones crujen.

El estómago arde con ese malestar antiguo, de origen difuso, que los médicos no logran nombrar del todo.

Abre los ojos, pero no encuentra en el día un motivo real para levantarse.

No es tristeza.

Es algo más hueco.

Más estéril.

Una ausencia instalada adentro, como si la vida pasara, pero ella no terminara de habitarla.

 

Ha probado medicamentos.

Terapias.

Rutinas de autocuidado que suenan bien en los discursos amables, pero que en su cuerpo cansado se sienten ajenas, imposibles.

 

Sabe que "no debería" sentirse así.

Sabe todo lo que “debería agradecer”.

Pero el cuerpo, el sistema nervioso, la mente —todo— opera bajo otra lógica:

una que no responde a consejos ni a frases bien intencionadas.

 

Lleva meses sin dormir más de dos horas seguidas.

Come por inercia, o no come en absoluto.

Siente culpa por no "aprovechar el día", por "no rendir", por no ser "la versión que los demás esperan".

 

Su cuerpo no miente.

Sus síntomas no son accidente.

Son el archivo silencioso de todo lo que ella olvidó de sí misma para poder sobrevivir.

 

En el dolor que late en la espalda, en la rigidez que le impide moverse,

en el estómago que arde sin causa aparente,

en los latidos desbocados...

hay marcas inscritas que no nacieron hoy.

 

Todavía no lo sabe.

Pero su cuerpo recuerda lo que su mente aprendió a callar.

 

Y será desde ese archivo —no desde la voluntad—,

desde memorias no deseadas que resisten el olvido,

que comenzará a narrarse esta historia.

 

Fragmentos que irrumpen y que exigen ser vistos.                                     

 

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Recuerdo I: Recuerdos de una infancia en territorio incierto.

No recuerda un solo golpe.

Y, sin embargo, su cuerpo guarda el registro de una infancia vivida en alerta.

 

No había gritos diarios. No había amenazas explícitas.

Pero había algo más sutil y más devastador:

la imposibilidad de saber cuándo sería aceptada... y cuándo sería rechazada.

 

Cualquier gesto —una risa espontánea, una pregunta ingenua, un movimiento torpe— podía convertirse en motivo de burla, de desaprobación, de distancia fría.

A veces, había palabras duras, etiquetas de desprecio, amenazas disfrazadas de corrección.

Otras veces, simplemente, un silencio helado que la expulsaba sin necesidad de romper el silencio.

 

Sus padres quizá no eran monstruos.

Eran adultos rotos.

Cargaban su propio cansancio, sus propias heridas, sus propios silencios.

Y en medio de esa carga, ella aprendió a caminar de puntillas por su propia casa.

 

No sabía cuándo una emoción suya sería vista como ternura... o como exageración.

No sabía cuándo un error sería corregido con paciencia... o castigado con indiferencia o humillación.

No sabía cuándo su existencia sería una compañía... o un estorbo.

 

Así fue como su mundo se volvió impredecible.

Y donde hay imprevisibilidad, nace el miedo.

 

Miedo no solo a no ser amada.

Miedo a ser lastimada, minimizada, etiquetada como “demasiado” o “insuficiente”.

Miedo a existir de la forma "equivocada".

 

En términos de Spinoza, su conatus —ese impulso vital natural de perseverar en su ser— comenzó a torcerse.

En lugar de expandirse libremente, su ser aprendió a contraerse.

A disminuirse para "no molestar".

A desaparecer para "ser tolerada".

 

Cada gesto, cada palabra, cada respiración, se volvió un terreno de riesgo:

¿sería hoy bienvenida o rechazada?

 

Y esa inseguridad constante —invisible para el ojo ajeno— dejó huellas profundas:

una amígdala hiperalerta, una red neuronal por defecto atrapada en rumiaciones, una mente programada para anticipar el rechazo... incluso antes de que ocurra.

 

El miedo no la abandonó al crecer.

Simplemente cambió de forma:

dejó de ser miedo a un padre o a una madre, y se volvió miedo a ser lastimada por otros, agredida, rechazada, a no ser suficiente para nadie.

 

Porque cuando la infancia enseña que existir es un riesgo,

el mundo entero se convierte en un campo minado.

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Recuerdo II — Sobrevivir sobreadaptándose

En la adolescencia, su estrategia de sobrevivencia cambió.

Ya no era solo miedo.

Ahora era desempeño. Correctitud. Vigilancia de sí misma.

 

Aprendió que pedir era peligroso, que mostrar vulnerabilidad era abrir una grieta, que ser espontánea era arriesgarse al rechazo.

Así que perfeccionó el arte de anticipar lo que los demás esperaban… y entregarlo antes de que pudieran decepcionarse de ella.

 

Se convirtió en "la niña modelo".

Notas altas.

Sonrisas oportunas.

Ausencia de problemas.

Obediencia sin fisuras.

 

Desde fuera, parecía tenerlo todo bajo control.

Pero dentro… era distinto.

Cada gesto estaba editado.

Cada palabra, filtrada.

Cada emoción, censurada antes de alcanzar la superficie.

 

La vida no era un espacio que habitaba.

Era un guion que ejecutaba con la esperanza —nunca cumplida— de ser "suficiente".

 

Y la escuela, lejos de ofrecer un refugio, reforzaba ese sistema.

Callar era sinónimo de buena conducta.

Expresar emociones, dudas o frustraciones era “interrumpir”, “llamar la atención”, “incomodar”.

Un número era valor.

Una nota baja, motivo de desaprobación, castigo o decepción.

 

El mismo patrón que en casa: encajar para ser aceptada, corregirse para no perder el afecto.

Su mente se volvió un campo de batalla invisible:

La red neuronal por defecto atrapada en bucles de autocuestionamiento.

La amígdala en estado de alerta constante, buscando indicios de desaprobación.

El cuerpo apretándose sin tregua: mandíbula tensa, espalda rígida, estómago encogido.

No lo nombraba así, pero ya vivía colonizada por la culpa anticipada.

Culpa de "hablar de más".

Culpa de "molestar".

Culpa de "no ser perfecta".

 

En términos de Heidegger, había caído en el "Uno":

vivía como "se debe vivir", como "se espera vivir", olvidando completamente su propio ser.

 

Su existencia ya no era elección, era imitación.

Y mientras más perfecta parecía, más profunda era su desconexión interna.

 

La sobreadaptación no la hizo libre.

La hizo invisible, incluso para sí misma.

 

Foucault habría visto en su historia el comienzo del disciplinamiento más insidioso:

no desde afuera, sino desde adentro.

Ya no necesitaba ser castigada:

su propio cuerpo, su propio pensamiento, se habían vuelto sus vigilantes más severos.

 

Tenía logros.

Tenía reconocimiento.

Pero todo eso estaba construido sobre un cimiento roto: el convencimiento de que existir tal cual era… nunca sería "suficiente".

No era lucha interna.

No era conformismo.

Era una forma silenciosa de extinción emocional.

Una extinción tan sutil que, por mucho tiempo, ni siquiera ella supo que estaba desapareciendo.

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Recuerdo III — Vincularse como si uno no mereciera ser amado

 

La juventud llegó. No como un despertar, sino como una prolongación de la infancia en otro cuerpo. Más grande. Más cansado. Más confundido.

 

Y con ella, llegaron otras formas de afecto. O, al menos, eso parecía. Porque no todo vínculo que se llama amor lo es.

En su historia, el amor tenía forma de espera. Forma de miedo. Forma de sobreadaptación.

Ella no elegía con libertad. Elegía desde la carencia impuesta. Desde la necesidad creada de que alguien viera lo que nadie había querido mirar.

 

A veces se acercaba a quien parecía fuerte. Otras veces, a quien parecía roto. Pero el patrón era el mismo: elegía a quien no podía mirarla.

 

Y cada uno de esos vínculos no hacía más que reforzar lo que ya había aprendido sin palabras: "no vales". "No mereces amor". "Eres una falla".

 

Cuando la herida de origen es la desconexión emocional, muchas veces se confunde el amor con la sobrevivencia emocional.

 

Decía Bowlby que el apego ansioso no solo es miedo al abandono: es un sistema de alarma encendido desde que el vínculo primario no fue seguro. Y cuando ese sistema sigue activo, la adultez se llena de vínculos donde uno no solo ama: se aferra.

 

Pero no se aferra solo por amor. Se aferra por pánico a perder algo que, en el fondo, ya se sentía perdido.

Nietzsche decía que a veces la voluntad de poder se transforma en su contrario: no en expansión, sino en una forma de autoabandono. El deseo de ser visto puede volverse una cadena. No porque esté mal querer ser visto, sino porque uno deja de verse a sí mismo.

Y eso le pasaba a ella: cada rechazo no solo dolía por sí mismo… sino porque despertaba el eco de todos los rechazos anteriores.

 

Después, la exigencia: ser más callada, más amable, más “fácil de querer”.

 

Y finalmente, la confusión: ¿por qué, si daba todo, no bastaba?

Si la miraban con indiferencia, se culpaba.

Si la trataban con frialdad, intentaba corregirse.

Si la lastimaban, pensaba: “lo merezco”.

Si la relación terminaba, asumía que "algo en ella debía estar roto".

 

Judith Butler, al hablar de la construcción del yo, planteaba que la identidad no es algo que simplemente se descubre, sino algo que se forma en relación con los marcos de reconocimiento disponibles.

 

Ella no se “descubría” como insuficiente.

Fue nombrada así.

Y cada relación que no la veía, que la negaba o que exigía que se adaptara para ser querida… reforzaba esa falsa identidad.

 

Ella no lo sabía con palabras. Pero lo sentía en el cuerpo, en el insomnio, en la ansiedad, en la espera interminable de un mensaje.

 

Y mientras más se esforzaba por ser querida… más se perdía a sí misma.

 

Así como en su infancia aprendió a disminuirse para no ser rechazada, en sus relaciones aprendió a borrarse para no ser abandonada.

 

Pero el resultado era el mismo: soledad. Silencio. Y la sensación cada vez más fuerte de que no importaba cuánto diera, ella nunca era "suficiente".

 

Ningún vínculo fue el origen.

Pero todos fueron el espejo.

Y cada espejo roto confirmó la misma mentira: “hay algo en mí que hace que me dejen”.

Y ahí, sin saberlo todavía, empezaba a formarse otra herida:

la de mirar su propio cuerpo como el culpable de no haber sido amada.

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Recuerdo IV — Habitar un cuerpo que parecía un error

 

No recuerda un momento específico en que empezara a odiar su cuerpo.

Fue algo que se fue filtrando.

Como si un día, sin darse cuenta, hubiera dejado de verse… y empezado a juzgarse.

 

Cada vez que se miraba en el espejo, no veía un cuerpo.

Veía una "falla".

Algo que necesitaba "corregirse", esconderse, desaparecer.

 

No quería ser mirada.

Pero tampoco quería ser invisible.

Deseaba otra forma, otro rostro, otra piel.

 

Se comparaba en silencio, como quien se castiga sin hacerlo evidente.

Una curva mal ubicada.

Un lunar mal visto.

Una piel con marcas.

Un vientre que no obedecía los mandatos de la estética.

Un rostro con acné, con manchas, con imperfecciones que sentía imperdonables.

 

Comenzó a esconderse en ropa grande, oscura, que no llamara la atención.

No porque quisiera protegerse.

Sino porque se sentía "equivocada".

Como si su presencia en el mundo fuera una interrupción.

 

No lo decía.

Pero su cuerpo hablaba por ella.

Dolores que no tenían causa médica.

Náuseas al comer.

Desmayos ocasionales.

Insomnio prolongado.

Palpitaciones que nadie sabía explicar.

Y una fatiga que no se iba, por mucho que descansara.

 

El cuerpo era el archivo vivo de una historia que nunca pudo contar.

Y ahora la contaba por su cuenta, desde las vísceras, desde la piel.

 

Lo que para otros era imagen, para ella era amenaza.

Una imagen distorsionada no solo en el espejo, sino en la percepción más íntima:

no reconocía su cuerpo como propio.

Sentía partes ajenas.

Volúmenes que no deberían estar ahí.

Una forma de despersonalización encarnada.

 

No quería verse.

No quería tocarse.

Y mucho menos ser tocada.

 

Las dietas no eran cuidado.

Eran control.

Un intento de ganar dominio sobre algo… cualquier cosa.

 

No sabía que eso también era trauma.

Que un cuerpo que se odia no nace del vacío.

Que la cultura puede gritar desde todos los rincones cómo deberías lucir.

Y que si creces sintiéndote insuficiente, ese grito se vuelve interno.

 

Volkan hablaba del cuerpo como territorio donde se inscribe lo no elaborado.

Donde el trauma que no se simboliza se convierte en síntoma.

 

Y eso era su piel.

Su aparato digestivo.

Su sistema nervioso.

Una memoria que no habla en palabras, pero que no deja de hablar.

 

Judith Butler escribió que el cuerpo no es solo materia.

Es también discurso.

Y el suyo había sido nombrado, juzgado, moldeado por lo que otros esperaban que fuera.

 

Así que su odio corporal no era vanidad.

Era historia.

Era desesperación.

Era una forma de dolor aprendida.

 

Aceptar su cuerpo no era posible aún.

Pero dejar de castigarlo, dejar de ignorar lo que gritaba…

podía ser el comienzo de algo distinto.

 

No un amor inmediato.

No una reconciliación total.

Pero sí una pausa.

Un gesto mínimo, pero verdadero:

escuchar lo que su cuerpo había estado diciendo desde hace años.

Y quizá por primera vez… no responderle con desprecio.

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Recuerdo V — Un mundo que no era suyo

Desde afuera, parecía que todo marchaba bien.

Estudiaba.

Trabajaba.

Cumplía.

Era, a los ojos del mundo, "una joven funcional".

 

Pero adentro...

Adentro era otra historia.

 

No era una vida elegida.

Era una vida sostenida a fuerza de inercia, de expectativas ajenas, de rutinas que no nacían de ella.

 

Heidegger lo llamaría caída en el Uno (das Man):

No era ella quien vivía su vida.

Era la vida que otros esperaban que viviera.

 

Se levantaba porque "hay que hacerlo".

Sonreía porque "es lo correcto".

Cumplía porque "así se supone que debe ser".

No elegía sobrevivir así.

Sobrevivía porque la estructura —familiar, social, cultural— no ofrecía otra opción visible.

 

Estudiar una carrera que no sentía.

Lograr méritos que no significaban nada para ella.

Ser aplaudida en ceremonias donde sentía frío en el pecho.

 

Nietzsche hablaba del resentimiento no solo como odio hacia el otro, sino como una forma de odio hacia la vida que no pudiste elegir.

Un exilio silencioso de uno mismo.

 

Ella no odiaba a quienes la rodeaban.

Ni siquiera se odiaba a sí misma del todo.

Simplemente se había vuelto extranjera en su propia existencia.

 

La estructura social —como advirtieron Marx y Engels— legitimaba esa alienación:

"Cumple tu rol".

"Rinde".

"Avanza".

El sufrimiento interno no importaba si, hacia afuera, el expediente estaba completo.

El éxito académico o laboral no llenaba el vacío.

Cada logro la hacía sentirse más desconectada.

Como si subiera escalones en una escalera que no llevaba a ningún sitio propio.

 

A veces, en la madrugada, después de una entrega de trabajo perfecta o de un reconocimiento público, lloraba.

No de felicidad.

Sino de una tristeza que no sabía nombrar:

La tristeza de haberse convertido en alguien "funcional"...

pero cada vez menos viva.

 

Así, su vida avanzaba:

no desde la pasión, no desde el deseo,

sino desde una obediencia muda al guion que le fue impuesto.

 

Desde afuera, era un éxito.

Por dentro, era ausencia.

Una vida que cumplía...

pero no habitaba.

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Recuerdo VI — Cuando la calma nunca llega

Creció aprendiendo a no sentir.

No porque no tuviera emociones, sino porque nadie le enseñó qué hacer con ellas.

A callar era premiado.

A explotar, castigado.

Así, poco a poco, el sistema aprendió: reprimir era sobrevivir.

 

Pero lo que no se expresa, no desaparece.

Solo cambia de forma.

Y cuando una emoción se repite sin poder ser nombrada, se vuelve patrón.

Ciclo.

Y más tarde… desregulación.

 

Cada vez que un gesto frío se repite, cada vez que una promesa no se cumple, su cuerpo no responde al presente.

Responde al archivo.

 

La amígdala reacciona como si el peligro fuera inminente.

La red silente activa memorias emocionales que no distingue del ahora.

Y la red por defecto —en lugar de dar calma— la lanza a un bucle de imágenes, reproches, temores.

 

No se trata solo de ansiedad.

Es una crisis:

El pecho cerrado.

La mandíbula tensa.

La espalda encorvada como si esperara el próximo golpe.

Las manos sudan.

La vista se estrecha.

Y la mente entra en estado de colapso.

 

Siente que explota.

Que algo va a romperse por dentro.

Pero nadie lo ve.

Porque por fuera todo parece normal.

 

El sistema nervioso no pregunta si hay lógica.

Simplemente responde.

Y responde como cuando era niña y no sabía si sería abrazada… o expulsada.

 

Spinoza decía que los afectos no solo alteran momentáneamente: modifican la potencia de existir.

Y cuando el trauma se repite, lo que queda no es una emoción puntual:

es un modo de habitar el mundo en alerta constante.

 

No hay quietud.

No hay calma.

Solo fatiga, porque incluso el descanso se siente como amenaza.

 

A veces rompe cosas.

A veces se encierra.

A veces dice cosas que no piensa y luego se culpa.

No por inmadurez.

Por impulsividad marcada, por un sistema prefrontal saturado, un cerebro que aprendió a reaccionar antes de poder pensar.

 

Volkan explicó que las emociones no tramitadas no se quedan en el aire:

buscan salida por el cuerpo.

Y su cuerpo grita:

en la piel, en las articulaciones, en la fatiga inexplicable, en las náuseas sin origen aparente.

 

Sufre sin pausa, incluso cuando no hay un motivo inmediato.

Porque el sistema de alerta sigue encendido.

Y mientras tanto, la red por defecto la condena a repetir escenas una y otra vez:

“Lo arruinaste.”

“No vales.”

“Te van a dejar.”

 

Desde fuera, parece “funcional” a como otros dicen.

Estudia.

Trabaja.

Sonríe cuando se necesita.

 

Pero por dentro, hay ruina.

Rumiación constante.

Culpa.

Vergüenza.

Y una idea cada vez más consolidada:

el mundo es hostil, los vínculos duelen, y la soledad es menos peligrosa que el rechazo.

 

No es que no quiera estar bien.

Es que el cuerpo no la deja olvidar.

Y la mente no puede convencerla de que ya no está en peligro.

 

Hasta que el agotamiento dejó de ser una sensación y se volvió estructura.
Ya no era cuestión de cansancio.
Era una forma de existencia que no podía sostenerse mucho más.

 

No hubo escena que marcara un “antes” y un “después”.
Solo días que comenzaron a arrastrarse, con más peso que propósito.

 

Desde ahí —sin certeza, sin rumbo claro— empezó algo distinto.
No por decisión.
Sino porque seguir igual ya no era posible.​​​​

CIERRE

En esta ocasión … esta historia no tiene final.
Se sigue escribiendo.
En ese cuerpo que no pudo descansar.
En esa mente que aún se culpa.
En esa vida que se adapta al dolor como si fuera normalidad.

 

Cerrarla con un giro luminoso sería traicionar lo que significa haberla vivido.

 

Porque hay heridas que no se cierran con palabras.
Y hay procesos que, por respeto, no se deben apurar.

 

Por eso, lo que sigue no es una solución.
Es un gesto.
Un reconocimiento.
Una verdad que no siempre se dice en voz alta:

 

Tú no eres una falla.
No estás rota.
El mundo que te rodeó fue insuficiente para sostenerte.

 

Y no, no deberías haber tenido que ser tan fuerte.
No deberías haber aprendido a sobrevivir sola.
Pero tampoco tienes que seguir cargando todo sola.

 

Aquí podría empezar algo distinto.
No una respuesta perfecta,
pero sí un puente hacia otro modo de mirarte.
Una forma de vida que no duela tanto.
Y un camino que —aunque incierto— no tienes por qué recorrer sola.

 

Existen caminos de acompañamiento reales.
No para corregirte.
Sino para ayudarte a recuperar lo que el trauma desplazó:
la posibilidad de sentir sin miedo,
de estar sin defensa,
de vivir sin activación constante.

 

No te prometo una solución inmediata.
Pero sí esto:
que tu historia importa.

Que tu cuerpo tiene razones.
Que lo que te pasa tiene explicación.
Y que hay formas de reconstruir, poco a poco,
un modo de habitarte que no duela tanto.

 

Si has llegado hasta aquí,
no te ofrezco respuestas perfectas.
Pero sí una puerta abierta.
Una rendija honesta hacia otra versión de ti:
más justa, más humana, más tuya.

 

Y si eliges cruzarla,
no tienes por qué hacerlo sola.
Pedir ayuda no es debilidad.
Es dignidad en acto.
Es confiar en que existen miradas que no juzgan,
y en que hay herramientas reales
para ayudarte a volver a ti.

 

No a lo que te impusieron.
Sino a lo que siempre fuiste.

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Esta publicación no sustituye el acompañamiento terapéutico ni representa una postura clínica, sino una reflexión personal desde un sentido filosófico. La complejidad del ser humano es tan amplia, que no existe una única forma de procesar lo vivido. Lo que puede resonar en mí, puede no ser útil para todos. Si necesitas de acompañamiento, no dudes en pedir ayuda o acudir con un profesional, Es humano no tener que sostener solos.  

© Jesús [Maciel Z], 2024–2025. Todos los derechos reservados. Este artículo y todos los de la sección están protegidos por la Ley Federal del Derecho de Autor. Queda prohibida su reproducción total o parcial, distribución, traducción, modificación o cualquier otro uso sin autorización expresa y por escrito del autor.

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