top of page

Nombrar sin borrar: cuando una etiqueta te reemplaza

descc

Etapa I — Infancia temprana: cuando el mundo empieza a nombrarte

 

Antes de saber quién era, ya tenía nombres.
No dichos con crueldad, sino con naturalidad.
Pero se fueron acumulando como si fueran suyos.

 

“Siempre tan distraíd@.”
“No pones atención.”
“Tiene demasiada energía.”
“No se sabe quedar quiet@.”
“Es muy sensible.”
“Es un poco rar@, pero es buen niñ@.”

La escuela, la familia, los adultos, los compañeros…
Todos fueron dibujando una imagen que no eligió.
Un mapa sobre su cuerpo, su tono de voz, su forma de preguntar, de reír, de estar.

 

Michel Foucault escribió que, mucho antes de decidir quién se es, uno ya ha sido objeto de discursos que lo observan, clasifican y moldean.
Y es que no basta con existir.
Hay que encajar.

 

Ahí comenzó todo.
No con un diagnóstico.
Ni con una evaluación formal.
Sino con algo mucho más silencioso: la idea de que hay una forma correcta de estar.

 

La escuela no le golpeó. Solo le midió.
Le observó. Le corrigió.
Y poco a poco, sin necesidad de castigo, empezó a adaptarse.

 

Foucault explicó en Vigilar y castigar, el poder moderno no necesita encerrar para controlar: basta con observar, registrar, clasificar.
Eso fue lo que ocurrió.

Se volvió consciente de su tono de voz.
De su movimiento.
De su cuerpo.
Del tiempo que debía tardar en responder.

Aprendió que había que bajar la mano.
Esperar turno.
No interrumpir.
No hacer preguntas incómodas.
Y empezó a hacerlo.
No por convicción… sino para evitar ese gesto en los ojos de quien escucha y no aprueba.

La infancia debería ser un territorio de juego.
Pero para much@s, se convierte en un espacio de vigilancia.
Una vigilancia suave. Afectuosa. Incluso bienintencionada.
Pero que, sin saberlo, empieza a dibujar los límites de lo permitido.

 

Eso es lo que podríamos llamar, siguiendo a Foucault, la biopolítica del alma: una forma de gobierno que actúa sobre el cuerpo desde dentro.
“El alma es la prisión del cuerpo” —escribió en Vigilar y castigar—
No necesitas castigar el cuerpo si ya lograste que el alma se autorregule.

 

En casa, le repetían que debía esforzarse más.
Que debía “portarse mejor”.
Que debía aprender a ser más “como l@s demás”.
Y fue entendiendo el mensaje:

“Lo que soy no alcanza. Debo corregirme para merecer.”

Tenía cinco o seis años.
No más.
Pero ya había empezado a adaptarse.
A sostener una imagen.

Esa es una de las formas más invisibles del poder:
no decirte que estás mal.
Sino hacerte desear ser otr@.

Etapa II — Infancia: cuando el nombre se vuelve sentencia

Ya no era solo “inquiet@”.
Ahora era “hiperactiv@”.

Ya no era solo “distraíd@”.
Ahora era “diagnosticad@”.

No fue un golpe.
Fue una junta escolar.
Una hoja impresa.
Un protocolo clínico.

Un diagnóstico entregado sin malas intenciones… pero sin comprender del todo su peso.

 

“Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad.”


Y desde entonces, su nombre empezó a acompañarse de otras palabras:
Tratamiento.
Conducta.
Funcionamiento.
Adecuación.

El diagnóstico no era mentira.
Pero tampoco era toda la verdad.

Nadie se detuvo a mirar si ese “exceso” era también una forma de sentir más intensamente.
Si esa “dificultad para concentrarse” era también curiosidad no domesticada.
Si esa “impulsividad” era, en realidad, un intento por conectar donde nadie parecía escuchar.

Como sugería Foucault: Nombrar es ejercer poder.
Porque quien nombra, define lo que cuenta como saber…
y también lo que se excluye como error, desvío o síntoma.

No fue culpa del diagnóstico.
Fue lo que se hizo con el diagnóstico.
Se volvió una lupa.
Un marco.
Una forma de interpretar cada acción.

Ya no era una persona en construcción.
Era alguien con una condición.

Y en cada reunión escolar, cada comentario de adulto, cada informe, eso se repetía:

 

“Lo que vemos en est@ niñ@:…”
“Hay que trabajar en su conducta…”
“No logra controlar sus emociones…”

Y así fue como comenzó a desprenderse de sí mism@.
Aprendió a verse desde afuera.
Como alguien que debía ajustarse.
Como un “caso” más.
Un informe con recomendaciones.
Una carpeta con observaciones clínicas.

Lo que Foucault llamaba dispositivos de poder no solo imponen normas.
También producen subjetividades.
No dicen quién eres. Te hacen creer que eso eres.

 

No le odiaban. No le excluían del todo.
Solo le querían “ayudar a mejorar”.

Pero ¿cómo mejora alguien que no se siente mal consigo mism@… hasta que se lo hacen sentir?

Se esforzaba por complacer.
Tomaba las pastillas.
Hacía las tareas.
Callaba más.
Reía menos.
Se contenía.

Y entonces llegó el elogio.
Ese aplauso que no era por ser quien era,
sino por parecer más “normal”.

Ahí empezó una herida más profunda:
La creencia de que para ser aceptad@, debía dejar de ser sí mism@.

 

Y así, sin castigo ni trauma aparente,
comenzó la primera forma de autoabandono.

 

Una que no se ve desde fuera.
No duele a gritos.
Pero cala silenciosamente en el juicio interior:
“Tienes que controlarte. Tienes que corregirte. Tienes que funcionar.”

 

Como explica Foucault en El nacimiento de la clínica:
La medicina moderna no solo mira el cuerpo: lo interroga, lo inscribe, lo define.
Y cuando eso ocurre en la infancia,
la mirada externa termina reemplazando la propia.

 

Etapa III — Adolescencia: cuando la diferencia se vuelve sospecha

 

El cuerpo cambia.
Las emociones se intensifican.
La mirada de los demás pesa.

 

Y de pronto, todo lo que eras empieza a sentirse incómodo… incluso para ti.

 

Ya no se trata solo de etiquetas sueltas.
Ahora hay un lenguaje más técnico. Más clínico.
Y también más temido.

Un día, alguien dijo —con cuidado, pero con autoridad—:
“Tienes una estructura límite en formación.”

No fue un diagnóstico formal.


Fue un anticipo. Una advertencia.
Pero se sintió como sentencia.

Desde entonces, cada emoción intensa, cada relación caótica, cada impulso mal entendido…
ya no fue solo parte de crecer.
Fue visto como “parte de lo que tiene”.

Y así, lo que antes era simplemente dolor, ahora tenía marco clínico.
Y también mirada de riesgo.

Foucault no decía que los diagnósticos sean falsos.
Decía que la forma en que se construyen, se aplican y se vuelven identidad es inseparable del poder.
Nombrar es también organizar la vida del otr@.
Y eso, advertía, requiere ética.

Quien le atendió fue sensible.
No culpó, no estigmatizó.
Solo ofreció una explicación para su sufrimiento.
Pero el problema no fue ese día.
Fue lo que vino después.

Porque en casa, cuando intentaba explicar lo que sentía, alguien dijo:
“Ya ves, es tu problema emocional.”

 

En clase, cuando estallaba, le susurraban:
“Clásic@ de l@s que tienen eso.”

 

Y en sus vínculos, cuando pedía cariño con urgencia, lo veían como manipulación.

 

Ya no era libre de sentir sin sospecha.
Todo tenía una causa “en su estructura”.
Y todo era leído como parte del “riesgo”.

Lo que Foucault llamaba poder disciplinario no necesita castigar.
Le basta con observar, clasificar, intervenir con suavidad.
Y en esa intervención, muchas veces se define lo que una persona puede o no ser.

 

Llorar, amar, dudar… todo podía parecer parte del cuadro.
Ya no había emociones: había criterios.
Y eso dolía más que el síntoma.

Porque el síntoma pasaba.
Pero la sospecha no.

No rechazaba la ayuda.
Quería entenderse.
Quería sentir alivio.

Pero cada vez que intentaba narrarse, alguien más lo hacía.
Y esa historia no siempre era justa.

A veces era eficiente.
A veces útil.
Pero rara vez era humana.

Porque lo que se ve en consulta —una crisis, una impulsividad, una herida—
es apenas la punta de una historia tejida con silencios antiguos.

 

Y cuando el sistema solo pone el nombre…
pero no pregunta por el contexto,
por la infancia,
por la exclusión,
por el trauma,

entonces el diagnóstico puede contener… pero también reducir.

 

No se trataba de evitar el nombre.
Se trataba de recordar que no todo lo valioso de una persona cabe en una etiqueta.

 

Y que sí, el diagnóstico es necesario para tratar el malestar,
pero también debe ser responsable.

 

Para no borrar la historia,
sino para abrir espacio a que se narre entera.

Es@ adolescente no necesitaba que le dejaran sin nombrar.
Solo pedía que no le olvidaran después de haberlo hecho.

Etapa IV — Adultez joven: cuando el nombre se vuelve identidad

 

Ya no era un adelanto.
Ya no era “estructura en formación”.
Ahora sí:


“Trastorno límite de la personalidad”.
Diagnóstico oficial. Expediente abierto.
Consulta tras consulta. Hoja tras hoja.
Etiqueta firme. Código clínico. Tratamiento sugerido.

No recuerda con claridad cómo fue la entrega.
Quizá hubo cuidado. O no.
Puede que existiera contención, una palabra justa, una pausa ética.
O tal vez fue solo una frase lanzada al pasar, entre muchas otras.
Lo cierto es que, desde ese día, algo cambió:

“Esto es lo que soy.”
“Ya está escrito.”
“Ya no se puede borrar.”

No se rebeló.
No huyó del tratamiento.
Asistió a terapia. Leyó.
Siguió todo lo que debía seguir.

Pero algo en su mirada se partió.

Antes se preguntaba:
“¿Qué me está pasando?”
Ahora se preguntaba:
“¿Cuál parte de mí está rota?”

 

Foucault advertía que la medicina moderna ya no encierra.
Solo describe, ubica, adapta.
Y en ese proceso, muchas veces… reduce.

 

El diagnóstico no fue castigo.
Tampoco fue una salvación.
Fue una herramienta.
Pero también un marco.
Un lenguaje que intentaba ayudar…
aunque a veces pesaba más de lo que aliviaba.

Porque ya no podía enojarse sin explicarse.
Ya no podía llorar sin contexto.
Ya no podía sentirse perdid@…
sin pensar si era “una recaída”.

Y lo más difícil no vino del manual.
Ni del consultorio.
Vino del afuera:

“Ah, sí, por eso es tan intens@.”
“¿No tendrá algo? Está diagnosticad@, ¿no?”
“Ya ves cómo se pone…”

La psiquiatría no enfermó a esa persona.
Lo que dolía era cómo el mundo entendía lo que se le había dicho.

 

Foucault no acusaba al clínico.
Cuestionaba el sistema que nombra como forma de control.
No porque nombrar sea malo,
sino porque a veces el nombre se convierte en jaula.

 

Porque el diagnóstico no es solo una categoría médica.
También es una palabra que otros usan para mirar.

Y el problema no era el diagnóstico en sí…
sino la pérdida del matiz.
Del contexto. De la historia. De la voz.

 

Esa persona no se rindió.
Siguió en terapia.
Siguió construyéndose.
Siguió recordándose que es más que un código.

Pero algunos días, incluso con todo el trabajo hecho,
el peso del nombre seguía allí, en la nuca,
como si alguien le leyera antes de escucharle.

“No eres tu diagnóstico”, le decían.
Y quería creerlo.
Pero el mundo ya lo había leído antes de preguntarle el nombre.

 

Y así, como much@s otr@s,
aprendió a vivir dos vidas:
la que siente…
y la que debe justificar.

ETAPA V - Adultez — Lo que se espera que seas

Se despierta antes del despertador.

Ya no por ansiedad. Ahora es por hábito.

Abre los ojos, revisa el celular. Tres mensajes del trabajo, uno del grupo familiar, notificaciones que no quiere abrir.

Va al baño. Se mira al espejo.

Y por un segundo —apenas un susurro— se pregunta si esa imagen que ve… todavía le representa.

No siempre fue así.

Hubo un tiempo en que se buscaba. Ahora, solo se ajusta.

A la agenda. A la rutina. Al personaje que construyó para sobrevivir.

 

Ya no le dicen que es “intens@”. Ahora le dicen que es funcional. Que es profesional. Que sabe lo que hace.

Pero en ese elogio hay algo extraño… como si no fuera para sI mism@, sino para el rol que aprendió a interpretar.

Cada día se exige estar bien. Rendir. Ser estable. Controlar. Administrar su estado de ánimo. Dormir lo justo. Comer lo justo. Sentir lo justo.

No por vanidad. Ni siquiera por aprobación.

Sino porque siente que no puede fallar.

Hay una voz que no grita, pero pesa. Que repite sin decirlo: “Tú ya sabes lo que tienes. Tú ya sabes cómo debes ser.”

La biopolítica no se vive en los discursos. Se vive en lo íntimo: En cómo se culpa por sentirse cansad@. En cómo se vigila a sí mism@ para no “regarla”. En cómo evita mostrarse triste, enojad@, contradictori@, intens@… como si esas emociones lo hicieran retroceder.

Como si fueran pruebas de que aún “no se ha sanado”.

Ahora vive bajo el ideal de un yo clínico funcional. Una versión optimizada de sí que toma agua, medita, hace journaling, da gracias. Y si falla… es su culpa.

 

La salud ya no es alivio. Es expectativa.

Como si fuera una estructura que opera bien, pero ha olvidado su raíz.

 

Hasta que, un día, algo se quiebra.

 

Estaba frente al espejo.
La rutina de siempre: lavarse la cara, verse sin verse.
Pero ese día, el celular vibró.
Un mensaje familiar.
Una foto antigua.

Tenía cinco años.
El cabello alborotado.
La mirada sin filtro.
La risa abierta.
Todavía no era “caso clínico”.
Todavía no era “exceso”.
Todavía no era “estructura en formación”.
Era solo un ser humano.
Sin corrección.
Sin molde.

Y entonces, se miró otra vez en el espejo, donde por fin se atreve a preguntarse:

¿Esto que he sostenido… quién decidió que debía ser así?

 

Y ahí, por primera vez en años, no se siente rot@.

Se siente human@.

No mejor. No peor. Solo distint@.

Y desde ese lugar empieza a ver todo con otra luz:

 

Dejar de organizar su vida en torno a lo que debía controlar. Y empezar a construirla desde lo que deseaba habitar.

Ahí entendió algo que Foucault propuso en sus últimos años:

Que la resistencia no es oponerse. Es producir nuevas formas de ser.

 

Nuevas maneras de hablarse. De habitarse. De acompañarse.

Ese día, comprendió que hay muchas formas de ser sujet@.

Una impuesta. Desde el deber, la normalización, la vigilancia interna.

 

Y otra… elegida. Una que nace cuando se recupera el derecho a narrarse desde otro lugar.

Que no tenía que vivir bajo un nombre que no eligió.

Que podía usarlo como herramienta, no como identidad.

Que el diagnóstico no es mentira, pero tampoco totalidad.

 

Y que su humanidad no empieza ni termina en una etiqueta.

Que el mayor acto ético no es adecuarse a lo esperado, sino cuidarse sin borrarse. No dejó de necesitar ayuda. No dejó de tener días difíciles. No rompió con su historia ni con su diagnóstico pero no se delimitó dentro de ellos.

 

Sigue yendo a terapia. Sigue tomando lo necesario. Sigue cuidándose.

 

Pero ahora lo hace desde otro lugar.

 

No para encajar. No para parecer bien.

 

Lo hace porque quiere quedarse.

 

Porque empieza a reconocerse fuera del molde. Porque ya no quiere vivir administrando síntomas, sino habitando su historia.

 

Y ese segundo gesto, en el espíritu de Foucault es el cuidado de sí.

 

Y eso fue lo que eligió:

 

No rechazar lo vivido. No negar su camino. Sino recuperar la capacidad de significarlo de nuevo.

 

Sin prisa. Sin exigencias externas. Sin necesidad de validación.

 

Solo con el deseo de volver a sí.

 

No para demostrar que estaba bien.

 

Sino para recordarse que nunca estuvo rot@.

 

Que el dolor le atravesó, sí. Que su historia le marcó, sí. Pero que aún así… podía decidir cómo seguir.

Y que esa decisión, aunque no le cure del todo, aunque no borre el pasado, aunque no le ahorre el esfuerzo.  Es  la forma más profunda de seguir siendo: No negar el sistema, sino no desaparecer dentro de él.

Nota de autor

Este texto no solo busca provocar reflexión.
Nace del ejercicio clínico, sí… pero también de muchas conversaciones con personas que no se sentían rotas, hasta que alguien —o algo— les hizo creer que lo estaban.

 

¿Qué llamamos normalidad? ¿Desde dónde se decide? ¿A quién beneficia?

 

La escucha cotidiana me mostró algo aún más profundo:
que la diversidad humana no es un desvío. Es la norma real.
Y esa diversidad no es una amenaza, es una necesidad.
Intentar cuadrarnos en moldes rígidos no alivia el sufrimiento: lo agrava.

 

Por eso escribí esto.
Para decirte —con total claridad— que el diagnóstico no es una sentencia.
Es una herramienta para comprender lo que duele, para aliviar lo que genera malestar, para tratar lo que pone en riesgo.
No para reducirte, ni para convencerte de que ser sensible, introvertid@, inquiet@ o diferente está mal.

 

No está mal sentir distinto, pensar distinto, salirse de lo esperado.
La humanidad no avanzó por quienes encajaban perfectamente.
Avanzó por quienes vieron distinto. Por quienes sintieron distinto.
Por quienes cuestionaron, inventaron, imaginaron.

 

Lo que está mal es que esa diferencia se vuelva sospecha.
O etiqueta.

 

La clínica no debería ser un instrumento de normalización.
Y el problema va más allá de un diagnóstico: está también en la escuela, en la familia, en la cultura, en los discursos que te dijeron cómo “deberías ser”.

Porque no solo un diagnóstico puede marcarte. También lo hace la forma en que te miraron por ser diferente, lo que dijeron de tu cuerpo, de tu forma de sentir, de tu orientación, de tu historia.

No te juzgues ni te definas por lo que te impusieron antes de que pudieras nombrarte.
No eres un síntoma.

No eres un fallo.
No estás obligad@ a encajar para merecer respeto.
No eres solo TDAH.

No eres solo autismo. 
No eres solo TLP.
No eres solo un diagnóstico.

Y ojalá, con el paso de los años, escuchemos cada vez menos preguntas como:

 

“¿Estoy loc@?”

No porque desaparezca el sufrimiento,
sino porque habremos aprendido a nombrarlo con humanidad.
Sin etiqueta. Sin condena.

Gracias por leer.
—si eres paciente, colega, lector o simplemente ser humano—
por acompañar esta mirada que no busca negar el sistema,
sino recordar que nadie debería desaparecer dentro de él.

— Jesús Maciel Z.

 

.----------------------------------------------------------------------------------------------

Nota adicional sobre el marco filosófico

Este texto parte del pensamiento de Michel Foucault. Su crítica al poder moderno y a los dispositivos que lo encarnan —aquellos que observan, clasifican y normalizan—, así como su noción del cuidado de sí, fueron el hilo conductor de esta reflexión.

Sin haberlo previsto desde el inicio, algunas ideas —como la posibilidad de construir formas de existencia más allá de la etiqueta, o la manera en que la sociedad define lo “normal” y lo “anómalo”— también dialogan con el pensamiento de Judith Butler.

 

Sin intención, su espíritu se integró mientras el texto cobraba forma. Y al releerlo, su eco se volvió evidente.

 

Si deseas profundizar en esa línea, podrías explorar obras como El género en disputa o Vida precaria.

-----------------------------------------------------------------------------------------------

 

 

Esta publicación no sustituye el acompañamiento terapéutico ni representa una postura clínica, sino una reflexión personal desde un sentido filosófico. La complejidad del ser humano es tan amplia, que no existe una única forma de procesar lo vivido. Lo que puede resonar en mí, puede no ser útil para todos. Si necesitas de acompañamiento, no dudes en pedir ayuda o acudir con un profesional, Es humano no tener que sostener solos. 

Comparte de forma anónima

© Jesús [Maciel Z], 2024–2025. Todos los derechos reservados. Este artículo y todos los de la sección están protegidos por la Ley Federal del Derecho de Autor. Queda prohibida su reproducción total o parcial, distribución, traducción, modificación o cualquier otro uso sin autorización expresa y por escrito del autor.

bottom of page