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HISTORIAS NO NARRADAS: UN BUEN DÍA

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Parece estar bien.
Nadie lo nota al verlo llegar. Impecable. Puntual. Correcto.
Lleva horas despierto. Ayer no descansó, pero hoy tiene que rendir.
No sabe si estuvo trabajando, pensando, o simplemente sin poder apagar la mente.
Pero ya está de pie, como siempre.

 

El maquillaje cubre las ojeras, no el agotamiento.
El café no es un gusto: es un requisito.
Las pastillas hacen lo suyo.
Y él también.

 

Cuando le preguntan cómo está, no necesita pensarlo.
Dice “bien” antes de saber cómo está.
Como si sentir tomara demasiado tiempo.
Nadie nota que la sonrisa está practicada. Que el cuerpo va, pero no con él.

 

El equipo aplaude.
El jefe asiente sin entusiasmo.
Él solo piensa: Debí hacerlo mejor.
Un compañero se acerca: “te fue muy bien.”
Él responde: “gracias”.
Como si esa palabra costara más que toda la noche sin pausa.

 

Ya no sabe qué impulsa su cuerpo,
solo sabe que se mueve,
aunque no sepa a dónde le lleva.

 

Llega a casa. Dice: “buen día”.
Quiere descansar, pero no puede.
Toma unas pastillas.
Se deja caer en el colchón.
Y llega el sueño.

[Sueño]
La puerta del cuarto está entreabierta.
Una luz blanca, estática, lo baña todo.

Él está ahí, de pie, pequeño, descalzo.
En el umbral, su padre. Inmóvil.

 

No dice nada. No hace nada. Solo mira.
En su mano, una hoja arrugada con tachaduras.

 

Él intenta hablar, pero no tiene voz.
Quisiera acercarse.
Pero sus pies no responden.

 

El padre da media vuelta.
Se aleja por un pasillo que no termina.

 

Y entonces…
El piso cruje.
Todo se oscurece.

Y él despierta, con el corazón encogido.


La sábana pegada al cuerpo.
Y ese hueco —tan antiguo—
retumbando en el estómago.

 

Así vive: funcionando.
Produciendo.
Cumpliendo.
Como si ser suficiente fuera cuestión de intentarlo más.

 

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Ella lo mira en la penumbra de la mesa.

—Te noto distante… más serio. Como si quisieras decir algo —susurra, sin reproche, pero con una grieta en la voz.

Él baja la mirada. No sabe qué responder.

Sabe que hay algo adentro, pero no tiene forma.

Solo siente que esas palabras significan: estás fallando.

 

Y entonces, el recuerdo.

La silueta del padre, rígida, inmutable, observándolo desde el otro lado del sueño.

Una presión en el pecho. El estómago que se revuelve. La misma sensación de entonces: no soy suficiente.

 

—Estoy bien —responde, con una sonrisa que duele.

—Estaré más presente, lo prometo.

 

Pide comida cara, vino que no puede pagar.

Como si con eso pudiera comprar el amor que teme perder.

 

Ella le toma la mano. Se tranquiliza. Sonríe.

Bromean. Fingen.

 

Pero al levantarse, el mesero nota que su plato está casi intacto.

El hambre está en otro lado.

Una que no se sacia con comida.

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Lo logró.
La foto es perfecta: traje bien planchado, sonrisa medida, el premio entre las manos, el logo de la empresa detrás.
Ciento veintisiete reacciones, veintitrés comentarios. “Orgullo”, “ejemplo”, “te lo mereces”.
Él también comentó. Puso: “Un paso más, gracias a todos.”

 

Durante la cena de gala apenas probó la comida.
Masticaba sin hambre, con la mandíbula apretada.
Rió donde debía reír. Agradeció donde debía agradecer.
Una parte suya, pequeña, intentaba convencerse de que aquello era felicidad.
Pero otra, más honda, más antigua, solo quería volver a casa.

 

Al entrar al departamento, se quita los zapatos sin desabrochar.
Mira la foto del logro en su celular, contando los likes, con una frustración sorda, sin nombre.
La apaga.
Y en silencio, sin nadie en casa, se desploma en el sillón.
Con el traje arrugado, la corbata desabrochada.

 

Otro buen día.

[Sueño]

Corre por una ciudad de cristal. Todo brilla, todo duele.
Cada vez que toca algo, se rompe.
Corre más rápido. Las manos sangran. Las piernas pesan.
Al fondo, un edificio dorado. Su nombre en la entrada.

 

Llega. Abre la puerta. Está vacío.
El aire es frío. Las paredes relucen, pero no hay sonido. No hay movimiento.
Avanza despacio. Cada paso retumba en el suelo brillante.
En el centro, una caja.
Adentro, su propio rostro. Sin expresión.
Y una nota que dice:

¿Para quién eras todo esto?

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Se despierta.
Otro día para ser funcional.
Para sonreír.
Para ser feliz.
Un buen día.

 

Mira a su lado.
Ella no está.
La cama está tendida como si nadie la hubiera usado hace días.

 

Se queda quieto.
No sabe si fue ayer, o hace cuánto tiempo que dejó de volver.
No recuerda si discutieron.
No recuerda si la vio por última vez sonriendo o llorando.
No recuerda.

 

Solo hay un orden impecable que no consuela.
No se cae.
No se lo permite.
Solo se levanta.
Tiene junta a las nueve.
Y hay que verse bien.

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La puerta se abre con ese sonido suave, casi perfecto.
La casa huele a madera tratada, a vela de sándalo encendida desde hace días.
Todo está en su sitio. Impecable.

 

El piso brilla.
La mesa tiene un florero nuevo.
La cafetera sigue goteando, como si alguien la hubiera usado hace minutos.
Pero no hay nadie.

 

Camina hacia la cocina y se encuentra con la cena del día anterior en el microondas, nunca servida.
Un plato de pasta, medio seco, sin nombre.
Al lado, una copa de vino. Llena. Intacta.

 

Sobre la barra, una nota escrita con letra rápida:

 

"No sé si esto aún tiene sentido. Pero no quiero herirte."

No sabe si la dejó ayer o hace un mes.
No recuerda cuándo dejaron de hablar sin miedo.
Solo recuerda que últimamente ella lo miraba como si ya no estuviera ahí.

 

Se sienta en el sillón.
El control remoto en la mano.
La televisión prende sola con una risa enlatada.

 

Por un segundo… cree escucharla reír desde la habitación.
Pero solo es el ventilador girando.

 

Mira alrededor. Todo huele a limpio. A recién ordenado.
Apoya la mano en la pared. Ni un temblor. Ni un eco.

 

[Sueño]

Esa noche, el cuerpo duerme.
Pero la mente no.
La mente recuerda.

Está en una sala blanca, silenciosa, sin ventanas. El techo parece infinito.
Aplausos. Muchos.
Vienen de todos lados.
Pero no ve rostros.
Solo sombras que se alargan.

Camina al centro.
Una voz lo llama: “adelante”.
Pero no hay nadie.

Al fondo hay un espejo enorme, dorado, tan alto como una pared.
Se acerca.
Se ve.
Pero no es él.

Es una figura erguida, vestida de gala, con una máscara dorada.
Perfecta.
Sin grietas.
Sin expresión.

Levanta la mano para tocarla…
Y empieza a resquebrajarse.

El oro cae en pedazos pequeños.
Debajo no hay piel.

 

Hay un niño.
Sentado.
Descalzo.
Con la cara entre las manos.
Llorando en silencio.
Nadie lo escucha.

Despierta jadeando.
El pecho le duele como si hubiera hecho una maratón. 
La sábana está empapada de sudor.
El ventilador sigue girando.
La casa está igual.
Pero algo en él ya no sabe cómo seguir.

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—¿Cómo estás? —pregunta.

Él sonríe, como quien aprieta un botón automático.

—Bien. Mucho trabajo. Cerré un trato importante. Me reconocieron en la oficina. Compré un nuevo reloj. Me lo merecía.

 

Ella escucha. Deja que hable. Habla de logros, de metas, de productividad. Habla de eficiencia, de marcas, de cifras. Pero no menciona a nadie. Ningún nombre. Ningún rostro.

—Lo tengo todo —dice él, sin entusiasmo.

—¿Y eso te llena? —pregunta ella, sin juicio.

Él solo mira con recelo.

—¿Hace cuánto no me hablas de tus amigos? —pregunta ella al fin—. De hecho… ¿tienes alguno cerca últimamente?

Él se encoge de hombros.

—Todos están ocupados. Igual que yo.

—¿Y tu pareja?

Silencio.

Ella lo observa. Él no responde.

—La última vez mencionaste una discusión. Dijiste que gritaste. Después de eso, nunca volviste a hablar de ella.

Él mira al suelo.

—Le di todo. Todo lo que podía. Pero nunca fue suficiente para ella. Para nadie es suficiente.

—¿Y para ti qué es “suficiente”? —pregunta ella, sin dureza—. ¿Qué es lo que ella te pedía?

Él no contesta. No sabe qué decir.

—Cada vez que hablamos de tu padre dices que fue un gran hombre. Que era “fuerte”. Imponente. Que te enseñó a “no rendirte, a ser un hombre”.

 

Pero cuando sueñas con él, despiertas sudando. Agitado. Con miedo.

 

—He hecho todo bien —dice él, casi como defensa.

 

—¿Bien para quién? —responde ella, sin moverse.

 

Él parpadea.

Por primera vez en semanas, se queda quieto.

Se da cuenta de que no sabe. No sabe qué siente.
No sabe qué quiere.

—Me levanto todos los días sin saber para qué. Pero no tengo derecho a quejarme, ¿no? Todo me va bien… Debería sentirme bien… —susurra, más para sí que para ella.

 

—¿Y qué sientes?

 

—Estoy cansado.

 

—¿De qué?

 

Y en el silencio que sigue, algo se derrumba.

Solo un resquebrajamiento leve. Humano.

 

—Estoy cansado… pero no sé de qué.

 

Ella no dice nada. No lo interrumpe.
Lo sostiene con la mirada.

 

Y es ahí donde ocurre.

 

Llora.

Primero apenas.
Luego sin poder contenerse.
Llora con vergüenza, con miedo, con rabia.


—Estoy mal. Estoy roto. Soy débil…

—No —responde ella, suave, firme—. Estás vivo.


Y por primera vez, lo estás sintiendo.

Sus lágrimas caen sobre la mesa. Nadie las limpia.

 

Él llora más fuerte.
Llora por lo que no se dio permiso a ver.
Por todo lo que perdió por no mirarse.
Por las veces que se dejó solo.
Por los vínculos que dejó morir mientras se ocupaba de sostener su imagen.
Llora por todo lo que se fue sin que él estuviera presente.

 

Por él.

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Esta publicación no sustituye el acompañamiento terapéutico ni representa una postura clínica, sino una reflexión personal desde un sentido filosófico. La complejidad del ser humano es tan amplia, que no existe una única forma de procesar lo vivido. Lo que puede resonar en mí, puede no ser útil para todos. Si necesitas de acompañamiento, no dudes en pedir ayuda o acudir con un profesional, Es humano no tener que sostener solos. 

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© Jesús [Maciel Z], 2024–2025. Todos los derechos reservados. Este artículo y todos los de la sección están protegidos por la Ley Federal del Derecho de Autor. Queda prohibida su reproducción total o parcial, distribución, traducción, modificación o cualquier otro uso sin autorización expresa y por escrito del autor.

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