CUANDO ACEPTAR ES UN ACTO DE LIBERTAD

Es una verdad que la vida no te pregunta.
Solo pasa.
Y no puedes hacer nada para evitarlo.
Hay dolores que no se pueden esquivar.
Cosas que pasaron y ya no se pueden deshacer.
Personas que se fueron y no van a volver.
Cuerpos que ya no responden como antes.
Palabras que no se dijeron a tiempo.
Sueños que ya no podrán cumplirse.
Epicteto —esclavizado, exiliado, herido—
no hablaba de aceptación como consuelo.
Hablaba de libertad.
De la única que nadie puede quitarte:
la de cómo eliges responder.
No lo llamó “aceptación radical”.
Ese es un término que usamos hoy.
Pero su vida encarnó exactamente eso:
la soberanía de quien ha perdido casi todo…
y aun así decide no entregar su alma.
Este no es un texto sobre rendirse.
Tampoco es una oda a la resignación.
Es una mirada a algo mucho más difícil:
aceptar lo que no elegimos… sin seguir cargando con lo que ya no es nuestro.
A lo largo de esta reflexión, vas a conocer distintas historias.
Historias de pérdida, límites y duelos silenciosos.
Historias de lo que se fue… y de lo que, a pesar de todo, pudo elegirse.
No se trata de negar el dolor.
Pero tampoco de dejar que el dolor dicte el rumbo de una vida.
Porque hay algo más fuerte que el sufrimiento:
la libertad interior de quien, aun desde el abismo, decide no entregarse.
SOLTAR NO ES RENDIRSE
No ocurrió de pronto.
Primero fue el diagnóstico.
Después, las dietas, los medicamentos, las visitas interminables.
Y por último, la desesperación:
ese desgaste que aparece cuando haces todo bien…
y nada cambia.
Al principio se resistió.
Leyó compulsivamente.
Probó rutinas nuevas, tratamientos alternativos, buscó cuartas y quintas opiniones.
Se aferró a la posibilidad de un error.
Pero no lo era.
Los síntomas se hicieron más claros.
La fuerza empezó a irse en silencio.
El cuerpo ya no respondía con la misma lógica.
Y un día, sin anuncio ni consuelo, se detuvo.
Lloró.
No por rendición, sino por saturación.
Y entre ese derrumbe, eligió otra cosa.
No se prometió ser feliz.
No buscó consuelo en frases vacías.
Tampoco repitió que “todo pasa por algo”.
Solo se preguntó, con una calma nueva:
“¿Y si, aunque esto no desaparezca, todavía puedo elegir cómo vivirlo?”
No fue una revelación mágica.
Fue un giro mínimo.
Silencioso. Persistente. Íntimo.
Desde fuera, su vida parece igual.
Sigue teniendo límites.
Sigue temiendo lo que vendrá.
Sigue habitando una pérdida sin cierre definitivo.
Pero algo cambió.
Ya no desperdicia energía peleando contra lo irreversible.
No invierte su fuerza en negar lo que no se va.
Ahora se mueve —con pasos cortos, con pausas, con miedo a veces—
desde lo que sí le pertenece.
Su juicio.
Su templanza.
Su modo de estar.
Y aunque su cuerpo ya no obedece como antes,
ella —en lo más profundo— volvió a caminar.
No para escapar.
Sino para sostenerse.
Porque aceptar no fue rendirse.
Fue decir:
“Esto está aquí. No lo elegí. Pero no me va a robar lo que aún puedo decidir.”
ACEPTAR NO ES AGACHAR LA CABEZA
Epicteto nació esclavo. Su cuerpo fue marcado por el dolor: una pierna quedó dañada tras una tortura, y arrastró esa lesión el resto de su vida. No tenía posesiones, ni familia, ni patria. Vivió exiliado, perseguido, con el mínimo material para subsistir. Y sin embargo, fue uno de los pensadores más libres que ha existido.
No hablaba de aceptar con resignación. Hablaba de soberanía.
De la única que nadie te puede arrebatar:
la actitud que eliges sostener, incluso cuando no controlas nada de lo demás.
“No pretendas que los acontecimientos ocurran como tú deseas, sino desea que ocurran como ocurren, y tu vida fluirá serenamente.”
Para Epicteto, lo verdaderamente nuestro no está afuera.
No está en el cuerpo, ni en el estatus, ni en el resultado.
Está en el juicio.
Eso que él llamaba hegemonikón: el centro racional, ético y libre de cada ser humano.
Ese lugar desde donde uno puede decidir cómo responder, aun cuando todo alrededor se derrumba.
“No es lo que te sucede lo que te daña, sino tu opinión sobre ello.”
Cómo lo interpretas.
Qué haces con eso.
Desde dónde eliges responder.
Aceptar, entonces, no era rendirse.
Era mantenerse dueño de uno mismo cuando todo lo demás se ha perdido.
No se trata de callar el dolor ni justificar la injusticia.
Se trata de no entregar también el alma a lo que duele.
El poder del juicio —según Epicteto— es esto:
saber que el cuerpo puede fallar, las circunstancias cambiar,
pero mientras tengas tu criterio, tu voluntad y tu acción…
sigues siendo libre.
“Haz lo que debes. Pase lo que pase.”
ACEPTAR NO ES AGUANTAR LO INACEPTABLE
Durante años estuvo en una relación que la debilitaba sin saberlo… que no la dejaba ser.
No había golpes, pero sí ausencias selectivas.
No insultos, pero sí una tensión constante entre aprobación y desprecio.
Un ciclo disfrazado de cariño: el otro volvía, pedía perdón, prometía entender.
Y ella, como tantas veces, apostaba a que esta vez sería distinto.
Hasta que un día —sin crisis ni explosión— comprendió lo esencial:
no estaba eligiendo amor, estaba repitiendo una herida.
La idea de no merecer amor, de no ser suficiente, y darlo todo por el otro mientras ella se diluía.
Algo en ella, por fin, se preguntó en silencio:
¿cuánto más podía llamarse amor algo que exigía desaparecer?
Epicteto nunca usó la palabra dignidad como consuelo estético.
La entendía como un compromiso con uno mismo:
vivir desde el juicio propio, sin entregarlo a lo que no lo respeta.
Aceptar, desde ahí, no es aguantar más.
Es no traicionarte por miedo o autoabandono.
Es entender que no podemos cambiar la forma de actuar y pensar del otro,
pero sí la nuestra.
Esa noche no pidió explicaciones.
Tampoco se justificó.
Solo recogió sus cosas y se fue.
No por rencor.
Sino porque quedarse habría sido olvidar lo que ya sabía.
Eso no es pasividad.
No fue fácil.
No fue inmediato.
Pero fue libre.
Y eso —para Epicteto— es la más alta forma de vivir:
actuar desde lo que uno decide que merece,
no desde lo que el mundo te concede.
LA ESCLAVITUD MODERNA
Hoy ya no llevamos cadenas. Pero muchos vivimos atados.
Atados a la necesidad de aprobación. A la forma en que otros nos miran. A cómo “debería” ser la vida. A lo que necesitamos que los demás digan, hagan, entiendan, devuelvan.
Como en esta historia:
Creció viendo cuerpos sin marcas, vidas sin pausa, sonrisas sin quiebre. En las pantallas, todo parecía tener forma perfecta: las curvas exactas, la piel lisa, las emociones contenidas.
Ella no era así. Su cuerpo tenía historia. Una que no pidió.
Cicatrices de la infancia. Estrías en la cadera. Una curva donde las revistas decían que no debía haber ninguna.
Había días en que no se miraba al espejo. Otros, en los que intentaba encajar: ropa que apretaba, dietas que prometían, filtros que borraban.
Pero algo en ella —poco a poco— comenzó a cambiar. No dejó de ver esos cuerpos ideales. Pero empezó a notar que todos se parecían… menos al suyo. Y por primera vez, no sintió vergüenza: sintió sospecha.
¿Quién había dicho que valía menos por no ajustarse? ¿Quién decidió que las marcas eran fallas y no memoria?
Epicteto nunca habló de estrías ni redes sociales. Pero su filosofía atraviesa este momento.
Haciendo una síntesis de su pensamiento: Cuando depositas tu valor en lo que no controlas, te vuelves esclavo de ello.
Y ella… ya no quería vivir esclava del espejo ajeno.
Aceptar, para ella, no fue romantizar cada parte del cuerpo. Fue dejar de odiarlo.
Fue entender que lo que los demás veían no podía seguir siendo el centro de su juicio. Que la opinión del mundo podía cambiar con una tendencia… pero su forma de habitarse merecía algo más firme.
Ya no compraba promesas disfrazadas de salvación. Ya no se medía por una talla. Ya no se callaba cuando alguien disfrazaba la violencia de un “es por tu bien”.
No se volvió indiferente. Solo dejó de vivir bajo el juicio de otros.
Porque entender que su cuerpo cambiaba no le robó dignidad. Se la devolvió.
Y eso… también es libertad.
Y SI…
No eran historias separadas.
No eran ejemplos sueltos.
Eran capítulos de una misma vida.
La mujer que enfrentó una enfermedad sin cura.
La que dejó una relación que la borraba.
La que aprendió a habitar un cuerpo con historia.
No eran tres.
Era una sola.
Una existencia marcada desde la infancia por lo que otros decidieron, por lo que no eligió, por lo que la vida fue dejando sobre su piel y su alma.
Cuando por fin creyó estar a salvo, la vida volvió a golpear. No con estruendo.
Con lentitud.
Pero ella —una y otra vez— eligió.
No las circunstancias.
No la herencia.
No el cuerpo que cambió sin permiso.
Eligió cómo responder.
Una decisión pequeña tras otra.
Sin testigos.
Sin escenario.
Sin frases de consuelo ni promesas de final feliz.
Solo esa forma silenciosa de dignidad:
no vivir según lo que el mundo dicta,
sino desde lo que el alma sabe que merece.
Y sí…
tuve la fortuna de conocerla.
De escucharla.
De aprender de su forma de estar en el mundo.
Al final, no hablaba mucho.
Pero cada gesto tenía el peso de quien no negoció su paz.
Y aunque su cuerpo se apagaba,
su mirada no tenía derrota.
Tenía esa serenidad extraña de quien ya no discute con la vida,
pero tampoco se entrega a ella con los brazos caídos.
Una paz ganada.
No porque no le doliera.
Sino porque eligió, hasta el final, no traicionarse.
Y eso… fue su libertad más profunda.
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Esta publicación no sustituye el acompañamiento terapéutico ni representa una postura clínica, sino una reflexión personal desde un sentido filosófico. La complejidad del ser humano es tan amplia, que no existe una única forma de procesar lo vivido. Lo que puede resonar en mí, puede no ser útil para todos. Si necesitas de acompañamiento, no dudes en pedir ayuda o acudir con un profesional, Es humano no tener que sostener solos.
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