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Capítulo 3: El hijo que nunca pudo estarse quieto
 

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Desde pequeño, todo en él parecía demasiado.
Demasiado inquieto.
Demasiado sensible.
Demasiado impulsivo.
Demasiado para un hogar sin tiempo para detenerse a comprender.

Tenía 7 años cuando su maestra lo llamó por primera vez “el niño problema”.
Interrumpía.
Hablaba mucho.
Se paraba sin pedir permiso.
Se frustraba con facilidad.

Era, según el sistema, un fallo de conducta.

 

A los 8, ya estaba en terapia.
A los 9, lo diagnosticaron con Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad.
Y entonces… dejó de ser simplemente él.

 

Ahora era un diagnóstico.
Un expediente con instrucciones.
Un protocolo que buscaba corregirlo más que comprenderlo.

 

Su padre, que apenas podía sostenerse a sí mismo, solo supo regañarlo:
“Contrólate.”
“¡No seas así!”
“¿Qué vas a hacer de grande si no cambias?”

 

Pero nadie se preguntó si él podía, realmente, no ser así.
Si sus conductas eran una "disfunción"…
o una forma de existir en un mundo que no tenía lenguaje para nombrarlo sin juzgarlo.

 

El sistema lo trató como síntoma.
Nunca como historia.
Y su historia era más que un diagnóstico:
era también un cuerpo lleno de energía sin cauce,
una familia sin recursos para sostenerlo,
una escuela que lo marcaba con miradas,
y una cultura que exigía obediencia antes que comprensión.

 

Determinismo no es excusa.
Es mirar más profundo.
Es entender que antes de poder elegir,
alguien ya fue moldeado por condiciones que no eligió.

 

El diagnóstico no lo destruyó.
Pero sí le hizo creer que su forma de ser era incorrecta.
Que su sensibilidad era una falla.
Que su energía era una amenaza.

 

La adolescencia pasó entre castigos, burlas, abandono
y una rabia que nadie supo traducir.

Una rabia que no venía del odio,
sino del hambre de lugar.

 

Una rabia que mutó en consumo, en violencia, en fuga.

 

La adultez llegó sin mapa.
Y con ella, la adicción.

 

Muchos lo señalaron:
“Ya arruinó su vida.”
“Siempre fue así.”
“Era de esperarse.”

Pero nadie miró hacia atrás para ver los eslabones.

 

Buscó trabajo… y no tuvo oportunidades.
Buscó aceptación… y encontró rechazo.
Buscó el reconocimiento de su padre… y solo lo vio dárselo a su hermano.
Buscó valor… y la sociedad se lo negó.

 

¿Y de él?
Si fuera tu hermano, tu hijo, tu amigo…
¿qué opinarías?

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No diremos el final.
No todavía.
Pero las grietas ya están.
Y nadie podrá decir que fue repentino.

 

Porque cada gesto, cada omisión,
ya estaba dibujando el punto de ruptura.

 

Y con tres piezas sobre la mesa,
la fractura comienza a revelar su arquitectura.

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