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Capítulo 4: La hija que aprendió a no bastarse

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Desde niña, algo en ella siempre parecía exceder lo permitido.
Demasiado emocional.
Demasiado intensa.
Demasiado sensible.
O al menos eso creía cada vez que su madre apretaba la mandíbula o desviaba la mirada cuando ella reía fuerte, lloraba en público o preguntaba sin filtro.

 

No era rechazo abierto.
Era una incomodidad que se sentía sin nombrarse.

 

Su madre, marcada por su propia historia de vergüenza y exigencia,
le proyectaba —sin querer—
la parte que había aprendido a rechazar de sí misma.

 

“Párate bien.”
“Eso no es de señoritas.”
“No seas exagerada.”
“Tienes que gustar… pero no tanto.”

 

No era crueldad.
Era repetición.
Una cadena que pasaba de voz en voz sin preguntarse por qué.

 

Porque nadie le enseñó a amar lo que se sale del molde.
Solo a corregirlo para sobrevivir.
Y su hija… lo entendió.

 

Aprendió que el afecto siempre venía con condiciones.
Que el cuerpo era una tarea pendiente.
Que ser mirada no era igual a ser vista.
Y que existir, tal como era, no bastaba si no encajaba con lo que otros esperaban.

 

Así que dejó de comer.
No por estética.
Sino para sentirse ligera.
Invisible.
Aprobada.

 

Eligió parejas que la despreciaban.
Porque su forma de quererse ya estaba surcada por la culpa.

 

Los hombres le decían que era “muy intensa”.
Sus amigas, que “exageraba”.

 

Y todo eso solo reforzaba una idea que se había instalado antes de que pudiera defenderse:

 

“Estoy mal hecha.”

 

Quizá el conflicto nunca estuvo en ella…
el problema estaba en la norma.

 

Porque crecer siendo mujer en una cultura que sexualiza, exige y compara,
no es una experiencia neutra.
Es una estructura que modela el cuerpo, la voz y la identidad
desde afuera hacia adentro.

 

El materialismo dialéctico no se enfoca solo en el individuo.
Mira el conjunto de condiciones —materiales, simbólicas, afectivas—
que nos empujan a actuar de cierto modo…
y luego nos responsabilizan por no ser “libres”.

 

Ella no eligió su inseguridad.
Fue moldeada.
Moldeada por años de omisiones, reglas flotantes y heridas que no eran suyas.

 

Por una madre que proyectaba.
Por un padre que la ignoraba.
Por un sistema que le enseñó que solo tenía valor si gustaba.

 

Y lo más cruel fue que nadie lo notó.

 

Porque su dolor era discreto.
Y quienes se esconden para no molestar… también se desgarran por dentro.

 

Si ella fuera tu amiga, tu compañera, tu novia o tu hermana…
¿qué pensarías de ella?

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Mientras ella desaparecía para no incomodar,
él crecía como el reflejo perfecto de lo que todos esperaban.

 

Un equilibrio aparente,
sostenido por una fractura silenciosa.

 

Y aunque nadie lo sabía aún,
ese contraste también empezaría a quebrarse.

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