Capítulo 2: La madre que dejó de nombrarse

Ella no siempre fue así.
Hubo un tiempo —lejano, casi olvidado—
en el que soñaba con ser otra cosa.
No sabía exactamente qué.
Solo sabía que no quería ser lo mismo.
No quería repetir la vida de su madre,
una mujer que vivía para servir y callar.
Que cargaba culpas ajenas
y apenas respiraba entre exigencias.
Pero los deseos de cambio,
cuando no se tienen recursos ni red,
son apenas un susurro frente al ruido del deber.
Y así, muy joven, aprendió a obedecer.
Obedecer al mandato familiar de “ser buena hija”.
Al mandato religioso de “soportarlo todo”.
Al mandato cultural de “valer solo si te necesitan”.
Engels dijo:
“La familia burguesa moderna es fundada en la esclavitud doméstica de la mujer.”
Y aunque esta no era una familia burguesa,
la carga de esa esclavitud emocional cayó sobre ella igual.
Se casó con él creyendo que tal vez las cosas serían diferentes.
Que el amor sería suficiente.
Que su ternura —esa que a nadie le importaba—
algún día sería vista.
Pero no fue así.
Él llegaba tarde.
Ella esperaba.
Él no hablaba.
Ella suponía.
Él no tocaba.
Ella se culpaba.
Y así, sin violencia explícita, comenzó a desvanecerse.
Sin ruido, ni ruptura.
Comenzó a apagarse.
Con renuncias pequeñas, cotidianas, invisibles.
Dejó de leer.
Dejó de soñar.
Dejó de hacer cosas solo por placer.
“No es la conciencia la que determina la vida,
sino la vida la que determina la conciencia.”
Su conciencia ya no era suya:
era la de una vida que no eligió,
pero que había aprendido a sostener como si fuera un deber sagrado.
Tenía tres hijos.
Y aunque los amaba profundamente,
también con ellos actuaba desde esa misma lealtad inconsciente.
Exigía lo que no sabía explicar.
Controlaba lo que no podía procesar.
Castigaba lo que, en el fondo, le dolía.
Especialmente con su hija.
La miraba con ojos de corrección.
Le ajustaba la ropa, el cuerpo, la voz.
No por falta de amor…
sino por una herencia que confundía amor con perfección.
El mundo le había enseñado que para ser amada,
una mujer debía ser perfecta.
Delgada.
Callada.
Suficiente… pero no demasiado.
Y ese mandato, que ella no supo cuestionar,
lo trasladó sin querer.
¿Solo fue transmisora de un sistema que viene antes que ella?
Aquí no hablamos de culpables.
Solo te invito a pensar.
Y tú tendrás tu respuesta, no la mía.
Hay mujeres que no se rinden.
Pero en el intento de sostenerlo todo, se olvidan de sí.
Y ella fue una de esas.
Se convirtió en columna de una casa que nunca descansaba.
En figura de sacrificio.
En ejemplo de deber.
Pero nadie le preguntó si quería serlo.
Y ella… ya no sabía cómo decir que no.
Algunos dicen que era dura.
Otros, que era fría.
Pero lo que nadie sabe es que cada noche,
antes de dormir,
ponía la mano en el pecho para comprobar que aún estaba ahí.
Porque cuando se ha vivido entera para los demás,
llega un punto en que el cuerpo duda si sigue habitado.
Su silencio no era vacío.
Era saturación.
Y su forma de amar…
era, simplemente, la que le enseñaron.
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Ya no son solo historias aisladas.
Son partes de una misma arquitectura que, sin saberlo,
preparaba la grieta.
Un desenlace que parecía improbable…
pero que ahora revela sus raíces.