top of page

UN MUNDO ALTERNO

(Crónica desde los infiernos que no arden)

BLN.jpeg

Prólogo – Ingreso

No recuerdas haber muerto.
Pero esto tampoco parece vida.

 

Despertaste en un pasillo sin relojes.
Sin ventanas.
Sin instrucciones claras.
Solo puertas. Diez.

 

Y junto a ti…
Una figura alta, de rostro simétrico, sin arrugas, sin gestos de más.
La piel, tersa hasta el artificio.
El cabello, perfecto como si nunca hubiera tocado el viento.
Los ojos… demasiado claros. Demasiado fijos.
Brillaban como si la luz viniera de adentro, pero no iluminaban nada.
No parecía sudar. Ni respirar.
Sus ropas eran blancas, sin una sola mancha, sin pliegues, sin textura.
Parecía una presencia. No una persona.
Como si hubiera sido creado para ser el rostro del orden.

 

Sostenía una carpeta sellada con tu nombre.
Pero tú no se lo habías dado.

 

—Bienvenid@ —dijo, con una voz que no tenía tono, como si hablara desde una frecuencia perfecta—. Has sido asignad@ al recorrido de reestructuración moral.
Se te mostrarán diez sectores.
Fueron clasificados como entornos disfuncionales de alto riesgo.
Aquí, las reglas no se respetan.
Y por eso… aquí empieza el infierno.

 

Te ofreció un gafete sin código.
Y abrió la primera puerta.

 

Justo antes de entrar, hizo una pausa mínima. Un parpadeo leve que no sabías si era real o un fallo de programación.

 

Miró la hoja en sus manos como si intentara encontrar la razón de algo que no entendía.

—Disculpa —murmuró, sin dirigirte la mirada—. Me dieron este protocolo… y debo seguirlo al pie de la letra.
No sé exactamente por qué estoy aquí. Pero… aquí estamos.

Círculo I: El cuerpo no corregido

 

El aire tenía un olor que no reconocías.
No era perfume.
No era desinfectante.
Era piel.
Sudor sin vergüenza.
Movimiento sin miedo.

 

Cuerpos de todos los tipos —altos, gordos, cicatrizados, marrones, trans, viejos, libres— caminaban, bailaban, dormían, se tocaban el rostro sin miedo a mostrarlo.

 

El guía revisó su carpeta.
Como si buscara las palabras exactas. 

 

—Este sector —dijo finalmente, sin levantar la voz ni fruncir el rostro— ha sido identificado como foco de desorden estético y simbólico.
Aquí… los cuerpos no se ajustan.
No se ocultan.
No se castigan.

 

—¿Y… entonces? —preguntaste, sin saber por qué susurrabas.

 

—Entonces no sirven.
No son funcionales.
¿Cómo van a saber que están mal… si nadie se los dice?

 

Señaló con el dedo extendido —sin tocar nada— a un hombre con panza blanda acariciando a su pareja sin maquillaje.
A una niña con el cabello revuelto gritando de risa.
A una persona con cicatrices visibles tomando el sol sin cubrirse.

 

—¿Cómo sabrán qué arreglar, qué comprar, qué esconder…
si pueden existir así, sin culpas ni filtros?

 

—Y ese niño… ¿por qué corre? ¿Por qué ríe? ¿Por qué nadie lo sienta?

 

Su voz era siempre exacta. Nunca subía ni bajaba. Como si hubiera sido diseñada para no desentonar con nada.

 

Pero al mirar a una mujer vieja bailando sola, por un momento, desvió la mirada. Solo un instante. Como si la escena perturbara algo que no podía nombrar.

 

—Esto es lo que llaman aquí... “habitarse”.
Inaceptable.
Sin metas, sin maquillaje, sin metrónomo.
¿Qué tipo de sociedad puede sostenerse sin corrección?

 

Tú no respondiste.
Pero sentiste algo que nunca habías sentido en un espacio público:

 

Tu cuerpo no temblaba.
No se medía.
No pedía perdón.

 

Te tocaste el abdomen —ese que tantas veces trataste de achicar—
y esta vez no pensaste en “arreglarlo”.

 

—Debemos avanzar —dijo el guía, sin apuro, como si cada paso estuviera ya trazado desde antes.

 

Antes de cruzar la puerta siguiente, se volvió a ti:

 

—Prepárate.
En el próximo círculo… lloran sin diagnóstico.

 

Tú lo seguiste.
Y aunque no lo sabías aún, ya habías empezado a ver.

 

Círculo II: La emoción no reprimida

 

“Aquí lloran… y nadie interrumpe.”

 

La puerta se abrió sola.
Solo un sonido leve… como si alguien estuviera llorando a lo lejos.

 

El aire estaba cargado, de algo denso:  presencia emocional.

 

Entraste.
Y viste lo que no esperabas:
gente llorando en público.
Sentados. De pie. En movimiento. En silencio. En abrazo.
No había gritos. No había caos. Solo lágrimas que no se disculpaban.

 

—Círculo II —anunció el guía, sin levantar la vista—.
Zona de Exposición Emocional No Contenida.
Se ha identificado como espacio de riesgo afectivo.
Desborde sin regulación.
Manifestación no autorizada.
Falta de contención protocolaria.

 

Lo dijo de corrido.
Demasiado rápido. Como si repitiera algo aprendido.
Como si necesitara decirlo antes de pensarlo.

 

Una niña lloraba en los brazos de alguien que no la apuraba.
Un adolescente lloraba solo, en cuclillas. Nadie lo detenía. Nadie lo filmaba.
Una mujer mayor lloraba y reía al mismo tiempo, como si algo se soltara.

 

—Aquí no hay diagnósticos.
No hay notas evolutivas.
No hay escalas de intensidad.
Solo… esto.

 

El guía bajó la voz.
Parecía no saber dónde poner los ojos.

 

—Estas personas… no han sido derivadas.
No han sido corregidas.
Se les permitió sentir… sin nombre.
Y eso…

eso desactiva todo lo previsto.

 

Tú querías preguntar algo.
Pero había algo sagrado en ese llanto.
Como si interrumpirlo fuera una forma de violencia.

 

—¿Y por qué es un infierno? —preguntaste al fin, con la voz bajita.

 

El guía hojeó su carpeta.
Una hoja cayó. No la recogió.

 

—Porque aquí… nadie se disculpa por llorar.
Porque el dolor no se esconde ni se justifica.
Porque nadie dice “ya pasó” si no ha pasado.
Y porque permiten que otra persona lo vea…
sin interpretarlo, sin explicarlo, sin narrarlo por ellos.

 

—Aquí… la emoción se expresa sin función.
Y eso... no nos sirve.
Si lloran, se detienen.
Si se detienen, ya no producen.
Si sienten con otros… dejan de compararse.
Y si se miran sin juicio… dejan de culparse.

 

—¿Y entonces cómo van a exigirse?
¿Cómo van a pensar que no son suficientes?
¿Cómo van a sentir que deben dar más?

 

Tienen que estar solos, en silencio, para creer que lo que sienten está mal.
Si se miran entre sí… tal vez dejen de corregirse.

 

Caminaste.
Y alguien te miró.
No con juicio. No con compasión.
Solo te miró con verdad.

 

Sentiste ganas de llorar.
Y por un momento… no sentiste culpa por eso.

 

El guía se detuvo frente a una escena:
una persona temblando en brazos de otra. Respiraban juntas.
Sin técnicas. Sin frases.

 

—Esto… no genera resultados.
Aquí se detienen.
Se abrazan.
No se retoman “lo antes posible”.

 

“El llanto se vuelve rito…
y los ritos no se pueden facturar.”

 

Dijo eso.
Pero lo dijo lento. Como si no entendiera del todo la frase que tenía escrita.
Y por un segundo… pareció a punto de preguntar.
Pero no lo hizo.

 

Solo se recompuso.
Guardó las hojas.
Y te hizo un gesto para seguir.

 

—Círculo III.
Ahí no hacen nada productivo.

 

Y mientras abría la puerta, tú…
te diste cuenta de que, sin darte cuenta,
te habías quedado con una lágrima ajena en el hombro.
Y no te limpiaste.

 

 

Círculo III: El trabajo improductivo

 

“Aquí hacen cosas… que no sirven para nada.”

 

La sala era amplia.
Sin cubículos.
Sin jerarquías.
Sin relojes.

 

No había una sola pantalla.
Pero sí personas. Muchas.
Cada quien haciendo algo que… no se entendía.

 

Una mujer moldeaba figuras con lodo y las deshacía en silencio.
Un niñ@ pintaba círculos sobre círculos sobre círculos, sin detenerse.
Dos personas tocaban música con botellas de vidrio.
Una tercera los escuchaba con los ojos cerrados, como si eso bastara.

 

—Círculo III —leyó el guía—. Zona de Actividad No Funcional.

 

Avanzó, lento.
Como si no supiera si debía caminar en línea recta o en espiral.

 

—Aquí… nadie se define por lo que produce.
No hay metas claras.
No hay rendimiento.
No hay propósito institucional declarado.

Tu mirada se detuvo en una escena:
un hombre le leía a una anciana en voz alta, sin micrófono, sin aula.
Ella solo escuchaba. Y reía.

 

—¿Qué están haciendo? —preguntaste.

 

El guía hojeó sus papeles. Luego su ceja se alzó, apenas.

 

—No… no está claro.
Parece que… acompañan.
Juegan.
Repiten gestos.
Comparten algo que no deja registro.

 

Cerró la carpeta.
Se le quedó viendo a una mujer que bordaba una manta con palabras sueltas:
nacer, pausa, abrigo, desobedecer, pertenecer.

 

—¿Y eso qué deja?

Preguntaste tú.
El guía no respondió de inmediato.
Y en su silencio, no había juicio…
sino duda.

 

—Aquí… el hacer no rinde.
No se cobra.
No se mide.
Y sin rendimiento, no hay incentivo.

 

—¿Y por qué eso les molesta?

 

Él te miró.
Te miró de verdad.
Pero no con furia.
Con una especie de cansancio antiguo.

 

—Porque si hacen algo sin recompensa,
si no esperan ascenso, ni sueldo, ni título…
entonces ya no se les puede controlar.

 

—¿No es peor entonces no hacer nada?

 

—No.
Es peor que hagan por amor.
Que creen por gozo.
Que acompañen sin instrucciones.
Porque si hacen eso…
¿quién les va a vender el sentido de su vida?

 

Guardó los papeles.

 

—Si pueden crear belleza sin público…
si su hacer enriquece al otro sin transacción,
entonces esto ya no es trabajo.
Es existencia activa.
Y eso… eso no nos sirve.

 

—¿Y a ti?

No respondió.
Pero se giró demasiado rápido.
Como si hubieras dicho algo peligroso.

 

Pasaron junto a una mujer que sembraba semillas en círculos concéntricos.

 

—No son comestibles —dijo él.
No alimentan.

 

—¿Y si solo sirven para florecer?

 

El guía apretó los labios.
Quiso decir algo.
Pero solo repitió:

 

—Círculo IV.
Zona de excepción legal.
Ahí tampoco hay orden.

 

Y siguió adelante.
Sin mirar atrás.
Como quien siente que, si se queda un segundo más… empieza a quedarse del todo.

 

Círculo IV: La ley sin excepción

 

“Aquí nadie pide permiso para ser.”

 

Era un edificio blanco.
Demasiado blanco.
El tipo de blanco que no refleja la luz… la niega.

 

La puerta no tenía manija.
Pero se abrió sola.
Como si esperara que entraras.

 

Al fondo, una placa:

“Círculo IV — Zona de Excepción Legal.”

 

Y debajo, más pequeño:

“No hay registros válidos de lo que ocurre aquí.”

 

El guía entró primero.
Y en esta ocasión, no explicó nada.
Solo caminó.
Como si cada paso lo hiciera más incómodo.

 

El pasillo no tenía cámaras.
Pero estaba lleno de señales:
"Zona binaria".
"Acceso condicionado".
"Norma vigente, salvo que no."

 

Las habitaciones estaban abiertas.
En una, personas usaban baños neutros, sin vigilancia.
En otra, se reconocían documentos con nombres no asignados al nacer.
En otra, hablaban de aborto sin culpa.
De justicia sin prisión.
De reparación sin castigo.

 

Y nadie gritaba.
Nadie discutía.
Nadie suplicaba ser reconocido.

 

—¿Qué es esto? —preguntaste.

 

El guía respiró hondo.
La pregunta le pesaba.

—Aquí… nadie pide permiso para existir.
Nadie presenta pruebas de normalidad.
Nadie ajusta su identidad a la ley vigente.

 

—¿Y eso qué significa?

 

—Significa que el orden se pierde.
Que ya no hay quién es más válido.
Que ya no hay a quién señalar.
Y entonces…
todo se vuelve posible.
Y eso… eso nos desestabiliza.

 

Pasaron junto a un grupo de personas con papeles en las manos.

 

—Están redactando nuevas leyes —murmuró el guía—.
Pero no para controlar.
Para proteger lo que aún no se nombra.
¿Te das cuenta del peligro?

 

Una mujer se acercó al guía.
Le ofreció firmar un documento.

 

Él lo leyó.
Se detuvo en una línea:

 

“Toda forma de ser tiene derecho a permanecer.”

 

—Esto… esto anula las jerarquías.
Esto disuelve los protocolos de exclusión.
Si esto se aprueba…
ya no habrá filtro.
Ya no podremos decir quién sí y quién no.

 

—¿Y por qué es eso un infierno?

 

El guía no contestó.
Pero su voz se quebró… no de emoción, sino de falla lógica.

 

—Porque si no hay reglas…
¿cómo vamos a castigar lo que incomoda?
¿Cómo vamos a expulsar al cuerpo que no encaja?
¿Cómo sabremos quién sobra?

 

—¿Y si nadie sobra?

 

Se giró.
Y por un segundo, te miró como si hubieras dicho una herejía.

 

—Este lugar es ingobernable.
No hay certificados.
No hay instituciones que validen lo real.
Y aún así…
la gente vive.
¿Cómo es posible?

 

Una niña dibujaba sobre la pared:
un mapa sin fronteras.
Nombres sin género.
Rostros sin uniformes.

 

—Aquí no hay ley —dijo él.
Y lo dijo con miedo, no con rabia.

 

—¿O tal vez aquí la ley… por fin protege sin corregir?

 

No respondió.
Solo caminó más rápido.
Y esta vez, no dijo a dónde iban.

 

Solo dijo:

—El siguiente círculo es peor.
Ahí… la gente ama sin pedir perdón.

 

Círculo V: El amor no condicionado

 

“Aquí nadie ama desde la culpa.”

 

El lugar era suave.
Pero no frágil.
Como si lo que aquí sostenía… no doliera al cargar.

 

El guía entró más lento que antes.
Como quien no entiende por qué hay calma sin miedo.

 

—Círculo V —leyó—. Zona de Vínculo Disfuncional.
—¿Disfuncional para quién? —preguntaste.

 

No respondió.
Solo apuntó.

 

Una pareja se abrazaba.
No con urgencia.
Con calidez.
Y luego… se soltaban.

 

—¿Están rompiendo?
—No —dijo una voz cercana—. Están eligiendo despedirse con amor.

 

El guía frunció el ceño.
Pasaron junto a dos personas que compartían un pan en silencio.
No hablaban de “para siempre”.
Tampoco de “esto se trabaja”.
Solo estaban.

 

—Aquí nadie reclama fidelidades ciegas.
Nadie exige sacrificios como prueba de amor.
Nadie se destruye por quedarse.

 

—¿Y entonces por qué se quedan?

 

—Porque quieren.
Y cuando no quieren… se sueltan con cuidado.

 

Nadie confunde sacrificio con lealtad.
Nadie rompe sus costillas para hacer caber al otro.

 

—¿Y entonces qué los une? —preguntó el guía.
—La elección diaria —dijeron—.
No el miedo a la soledad,
sino el alivio de ser vistos sin actuar.

 

Aquí nadie negocia su identidad por permanencia.
Nadie dice “aguanto esto por amor”.
Nadie compra espejos para verse a través del deseo ajeno.

 

En una sala lateral, alguien lloraba en brazos de otr@.
No por culpa.
No por celos.
Por humanidad.

 

—¿Están bien? —preguntaste.
—Mucho —dijeron—.
Nos duele algo,
pero no nos lo echamos en cara.

 

El guía ya no tomaba notas.
Solo observaba.
Con la expresión de quien ha visto algo
que no debería existir… pero existe.

 

—Aquí nadie exige que el otr@ cambie para quedarse.
Nadie ama “a pesar de”.
Ni ponen condiciones disfrazadas de cuidado.
No callan por amor.

 

Nadie cambia su cuerpo para ser visto.
Tampoco ajustan su piel, su peso o su gesto… para merecer.

 

Aquí nadie se ajusta para ser querido.
No se compra amor ni se produce encanto.
No corrigen lo necesario.
Se habita lo que se es.

 

Como si ser como son…
fuera suficiente para merecer amor.
Como si eso bastara.

 

Una mujer se sentó junto a otra.
Se tomaron de las manos.

 

—Antes nos amábamos con culpa.
Ahora nos cuidamos con libertad.

 

El guía parpadeó.
—Pero entonces… ¿no se sienten culpables cuando se van?
—No.
Porque cuando se ama bien,
irse no es traición.

 

Se le fue el color del rostro.

 

—El protocolo dice que el amor implica entrega.
Que hay que morir un poco por el otro.

 

—¿Y si el amor no es morir,
sino vivir junto al otr@… sin poseerlo?

 

El guía miró el suelo.

 

—Aquí nadie hace promesas rotas.
Nadie usa el afecto para inmovilizar.
Nadie se queda por miedo a la soledad.

 

—Entonces… ¿para qué se aman?

 

—Para verse.
Para elegirse.
Para que, aunque se acabe,
algo de eso permanezca digno.

 

El guía cerró los ojos.
Por un instante.
Parecía recordar algo.
Pero no lo dijo.

 

—Eso… no nos sirve —expresó.
Porque ese tipo de amor no genera deuda.
No activa la maquinaria de culpa ni de castigo.

 

Nadie aquí vive compensando su forma de ser.
Nadie aquí dice:
“tengo que valer más”,
“tengo que cambiar para que me amen”,
“debo mejorar mi imagen”.

 

No hay corrección.
Ni mejora obligatoria.

 

La dignidad sin premio ni castigo…
es una amenaza.

 

Amar así…
no genera rating.
No mantiene industrias de ansiedad.
No crea dietas,
ni promesas rotas con banda sonora.
No da contenido.

 

Y sin ansiedad…
no hay consumo.

 

Por eso… esto es un infierno.
Porque aquí el amor no se vende.
No se cobra.
No se debe.

 

El guía miró su reloj.
Pero las agujas no giraban.

 

—¿Qué hago con esto? —preguntó, mostrando la carpeta vacía.
—Nada —respondiste—.
Aquí el tiempo no se usa para medir permanencias.

 

El guía se giró.
Pero más lento que antes.
Como si algo de todo eso…
ya no pudiera fingir que no lo había entendido.

 

—Círculo VI.
En este círculo… ya nadie admira a quien se finge perfecto.
Y eso…
es el principio del colapso.

 

Círculo VI: El rostro no corregido

 

“Aquí nadie corrige su rostro.”

 

El espacio era simple. Demasiado simple.
No había filtros.
No había luz dirigida, ni espejos de aumento, ni pantallas que suavizaran la imagen.

 

Solo rostros.
Rostros reales. Con poros. Con sombras. Con arrugas. Con vello. Con granos. Con edad.
Rostros que no pedían disculpas por ser vistos.

 

El guía entró sin decir nada. Caminaba más lento. Como si el aire se le pegara al cuerpo.
Miró a su alrededor. Y no habló de inmediato. Solo observaba.

 

—Círculo VI —leyó al fin, con voz baja—. Zona de Identidad No Curada. Área de Exposición Facial No Mediada. Riesgo estético.

 

Pasó junto a una persona con acné. No dijo nada.
Pero bajó la mirada. Como si hubiera algo ahí… que no supiera nombrar.

 

Tú te detuviste frente a una mujer con el rostro asimétrico.
Sonreía sin miedo.
Un niño con un ojo desviado la miraba y reía.
Una persona con cicatrices visibles pintaba sobre su propia piel, sin cubrirse.

 

—Aquí… dejaron de seguir la norma estética —expresó él—.
No editan. No corrigen. No disimulan.

 

—¿Y esto por qué es un problema? —preguntaste.

 

El guía tragó saliva. O simuló hacerlo.
—Porque aquí nadie busca ser presentable.
Nadie se maquilla para ocultar.
Nadie corrige su gesto para ser aceptado.
Y si nadie se siente fallado…
¿quién va a comprar el artificio?

 

Tú no respondiste. Pero tu silencio lo obligó a seguir.
—Sin ideal, no hay vergüenza.
Sin vergüenza, no hay impulso de corrección.
Sin corrección… no hay sistema de pertenencia.

 

Pasaron frente a una mesa donde se rompían revistas.
Las portadas estaban marcadas con sellos: irreal, impuesta, daño estético moderado.

 

Una joven hablaba con una anciana mientras ambas se pintaban la cara…
no para esconderse, sino para jugar.
Como quien decide habitarse.
Como quien deja de obedecer lo estético para volver a ser gesto.

 

—¿Y entonces… qué desean? —preguntaste.

 

—Desean ser vistos.
No por cómo lucen.
Sino por cómo habitan lo que son.

 

El guía se detuvo frente a una pantalla.
Mostraba una secuencia de anuncios estéticos: cremas, filtros, rellenos, cirugías mínimamente invasivas, promesas de simetría.
Bajó el volumen. Luego lo apagó.

 

—Esta es la industria que colapsa si esto se extiende —murmuró—.
La industria de la corrección facial.
De la piel limpia, la edad escondida, la sonrisa vendida como “natural”.

 

Y se quedó callado.
Como si supiera que la frase siguiente… ya no podía sostenerse.

 

Entonces alguien se acercó al guía.
No lo tocó.
Solo lo miró.
Con calma. Con profundidad.

 

—Tú no estás roto —le dijo—.
Solo no estás vivo.

 

El guía no respondió. Pero, por primera vez, se llevó la mano al rostro.
Como si no supiera si lo que tocaba era piel… o artificio.

 

—¿Y si no quieren pertenecer? —preguntaste.

 

El guía se giró. Te miró. Pero no con la rigidez habitual.
Parecía confundido.

 

—¿Y entonces… qué los ordena?

 

—Tal vez… nada —dijiste tú—.
Solo la dignidad de ser sin necesidad de gustar.

 

—Pero entonces… —dijo él, bajísimo—
¿para qué sirvo yo?

 

El silencio fue denso.
No por miedo.
Por verdad.

 

—¡Esto es insostenible! —dijo, recuperando el tono—. Si nadie quiere verse “mejor”, si nadie quiere cambiar su rostro para gustar, ¿entonces cómo van a aspirar a más? ¿Cómo van a sentir que deben comprar algo para verse “mejor”?

 

El guía te miró. Pero algo en su mirada temblaba. 

 

—La industria de la corrección facial mantiene 14 sectores de la economía.
La industria del artificio emocional, otros siete.

 

—¿Y si se miran sin filtros? ¿Si se ven... de verdad?

 

—Entonces no se sentirán fallidos.
No competirán por ser deseables.
Y si no se sienten defectuosos... no aspirarán a parecerse a nadie.
Eso...

 

Calló.

Una joven con vitiligo pasó a su lado. Iba riendo.
Su risa era fuerte.
Y no miraba a nadie buscando aprobación.

 

El guía la siguió con la mirada. Y bajó los ojos.
Como si, por un instante, recordara algo.

 

—¡Esto es una amenaza! —insistió, pero su voz no tenía fuerza—.
Porque si alguien se acepta como es...
ya no hay necesidad de corrección.
Y si no hay necesidad…

 

—...no hay consumo —completaste.

 

El guía se volvió hacia ti. Pero no para discutir.
Solo para mirarte.
Como si ya no supiera de qué lado estaba.

 

—Debemos continuar —dijo, finalmente.
Pero no era una orden.
Era una forma de huir.

Y mientras se alejaba, sin que lo notaras, pasó junto a un espejo.
Uno sin marco.
Uno que no deformaba.

 

Y en él...
su reflejo titubeó.

 

Solo un segundo.
Pero lo suficiente para que entendieras:
ya había empezado a romperse.

 

—El siguiente círculo…es caos.

 

Ahí… se aprende entre iguales.

 

Círculo VII: El saber jerárquico

 

“Aquí nadie enseña desde arriba.”

La sala era simétrica. Pizarras limpias. Pupitres alineados. Silencio exacto.
Pero algo no encajaba.
Las personas no estaban en filas.
No había un frente. Ni un maestro. Ni un grado superior.
Solo grupos hablando. Pensando. Dibujando conexiones.
Aprendiendo… sin jerarquía.

 

—Círculo VII —leyó el guía, conteniendo la voz—. Zona de Transmisión No Regulada. Riesgo de Subversión Cognitiva.

 

Dijo la frase sin realmente entenderla. 

 

—¿Qué se enseña aquí? —preguntaste.
—Nada —respondió—. Y por eso es tan peligroso.
Nadie está al frente. Nadie explica con autoridad. Nadie dicta el ritmo.
Aquí… el conocimiento no se entrega. Se construye.

 

Pasaron junto a un grupo de niñ@s que debatía sin levantar la mano.
Una de ellas hablaba mientras dibujaba su idea. Otra la contradecía con respeto. Ninguna era corregida.

 

—¿Y cómo aprenden así?
—Aprendiendo. Pero no lo “correcto”. No lo certificado.
Aprenden a pensar. A preguntarse. A escuchar(se).
Y si aprenden eso… entonces ya no obedecen tan fácil.

 

Un hombre mayor hablaba con un joven.
—Aquí no hay grados académicos. No hay títulos. No hay notas.
Solo ideas compartidas.
El guía frunció el entrecejo.
—¿Y cómo se mide el avance?

 

—¿Por qué habría que medirlo? —preguntaste.

 

El guía bajó la vista.
—Porque si no se mide, no se recompensa.
Y si no se recompensa…
—…no se controla —completaste.

 

Te acercaste a una pared donde alguien había escrito:
“No vine a saber más. Vine a entender mejor.”

 

—Aquí nadie gana por saber. Nadie pierde por dudar.
No hay premios por rapidez. Ni castigos por tardanza.

 

—¿Y entonces qué motiva?

 

—La curiosidad. El deseo de comprender.
El gusto por compartir.

 

—¿Y eso… de qué sirve?

 

—No sirve. Y por eso es valioso.

 

El guía dio un paso atrás.
—Pero así… así no se forma carácter.
Así no se corrige al individuo. No se le enseña a perfeccionarse.

 

Tú lo miraste.
—¿Y si no hay que perfeccionarse?

 

Se detuvo.
—Pero entonces… ¿cómo sabrán que deben exigirse más? ¿Cómo se volverán útiles?
¿Cómo van a entender que fallan… si nadie se los dice?

 

Una joven interrumpió:
—¿Y si no están fallando? ¿Y si solo están siendo?

 

El guía dio media vuelta. Murmuró para sí:
—Aquí no hay autoexigencia. Ni perfeccionismo. Ni control interno basado en culpa.
¿Cómo vamos a formar ciudadanos así? ¿Cómo vamos a mantener la disciplina?

 

—Aquí nadie exige autocorrección constante —dijiste—.
Nadie cree que aprender deba doler. Nadie mide su valor por cuánto sabe… sino por cómo mira.
Y eso…
eso no produce excelencia individual.
Solo humanidad compartida.

 

El guía ya no sostenía igual la carpeta.
Solo apretaba sus bordes.
Con la expresión de quien empieza a notar…
que la educación sin castigo tampoco necesita redención.

 

—Esto no nos sirve — murmuró.
—Aquí nadie aspira a ser mejor que otr@.
Nadie sube de nivel. Nadie gana el primer lugar.
Nadie se siente más por saber antes.

 

—Y sin jerarquía…
no hay mando.
Sin premios…
no hay obediencia.
Y sin obediencia…
no hay sistema.

 

El guía caminó hacia la salida.
Pero no como antes.
Esta vez… no miraba al frente.
Miraba los rostros que pensaban.
Los que no lo necesitaban.

 

Y en la puerta…
se detuvo.
No para ordenar.
Sino para escuchar.

 

—Sigue el Círculo VIII —dijo con desdén. 

 

Ahí… nadie quiere saber quién es.Y ni siquiera intentan decidirlo.

 

Círculo VIII: La identidad no uniforme

 

“Aquí nadie termina de definirse… y eso lo vuelve peligroso.”

 

El pasillo era curvo. Como si no quisiera llevarte en línea recta.
No había uniformes, ni gafetes, ni pronombres preestablecidos.
Solo personas… que se permitían cambiar.

 

El guía se detuvo frente a la placa. La leyó casi sin querer ser escuchado, sin énfasis.
—Círculo VIII. Zona de Identidad Variable. Área de No-Coherencia Narrativa. Riesgo de Ambigüedad Persistente.

 

Suspiró. Y siguió.

El espacio era amplio, pero no jerárquico.
Había grupos que hablaban, otros que escribían sobre sus muros, otr@s que simplemente se miraban.
Un niñ@ jugaba con disfraces. No elegía uno. Los mezclaba.
Un anciano leía poesía con una voz que no se sabía si era suya o inventada.

 

—Aquí nadie define su historia con una sola palabra —dijo el guía—.
Nadie dice “yo soy así”, como si eso bastara para detener el movimiento.

 

Pasaron frente a una sala donde personas tachaban etiquetas en hojas grandes:
“diagnóstico”, “perfil”, “normalidad”, “heteronormado”, “estabilidad emocional deseable”.

 

—¿Y por qué esto es un problema? —preguntaste.

 

El guía dudó. No por resistencia, sino porque no encontraba una razón sólida que lo convenciera a él.

 

—Porque si alguien no termina de definirse… no se le puede prever.
Y si no se le puede prever… no se le puede controlar.
Y si no se le puede controlar… ya no se le puede vender lo que “le falta”.

 

Un joven hablaba en voz alta:
—Fui muchas cosas. Algunas me dolieron. Otras me salvan. No quiero elegir una.

 

Una mujer escribía en su brazo con tinta lavable:
“Hoy soy ternura. Ayer fui rabia. Mañana… ya veré.”

 

—Aquí nadie es una sola cosa —dijo alguien más—.
Y eso… confunde a quienes solo saben mirar con categorías.

 

El guía hojeó su carpeta, pero no la leyó.
Solo la cerró. Parecía  no encontrar instrucciones útiles en su interior.

 

—¿Y entonces cómo saber quiénes son? —preguntó, sin mirar a nadie.

 

—Tal vez no haya que saberlo todo el tiempo —respondió alguien—.
Tal vez basta con acompañarlo.

 

En una esquina, alguien decía:
—No me llamen por mi diagnóstico. Ese fue solo un fragmento. No mi nombre.

 

Pasaron junto a un cartel pintado a mano:
“Lo inestable también es verdad. Lo que cambia también es real.”

 

—Aquí nadie se excusa por cambiar de opinión —murmuró el guía—.
Nadie es castigado por contradecirse.
Nadie pide perdón por haber sido otr@ antes.

 

Se giró hacia ti.

—¿Y si cambian demasiado?

 

—Entonces habrá que aprender a mirar con ojos nuevos —respondiste.

 

El guía calló. Pero ya no por obediencia.

 

Una persona se acercó. No hablaba. Solo portaba una máscara rota.
En su pecho, un letrero:
“No soy lo que ves. Tampoco soy lo que fui. Y aún así… merezco estar aquí.”

 

—Esto no se sostiene —dijo el guía, con cansancio—.
Porque si no hay identidad fija… no hay público objetivo.
Si no hay categoría… no hay mercancía emocional.
Si no hay “yo definido”… no hay guión que vender.

 

—¿Y si no quieren ser mercado? —preguntaste.

 

Se encogió… no intentó fingir seguridad.

 

—Aquí nadie se define por lo que le falta.
No se sienten fallados. No se sienten incompletos.
Porque entendieron algo que nosotros no podemos decir:

 

La dignidad… no requiere coherencia.

 

El guía abrió la siguiente puerta. No dijo a dónde iba.
Pero al hacerlo, miró su propia carpeta.

 

Y con un gesto mínimo —apenas un desliz de la mano—
tachó una palabra.

 

 

Círculo IX: El encaje perfecto

 

“Aquí nadie busca encajar… y eso lo vuelve insoportable.”

 

El espacio era limpio. Pero no pulcro.
Ordenado. Pero no rígido.
Había movimiento, pero no desorden.
Había muchas personas… y ninguna parecía estar actuando.

 

El guía se detuvo en seco.
No porque algo lo detuviera.
Sino porque no entendía cómo ese lugar funcionaba sin órdenes.

 

—Círculo IX —leyó, más bajo que antes—. Zona de Inadaptación Sistémica. Área de Desajuste Funcional Persistente.
Riesgo… de autenticidad contagiosa.

 

Te miró, pero no como quien comunica.
Sino como quien espera que alguien más le confirme que no está viendo mal.

 

—Aquí nadie se acomoda para gustar —dijo, apenas audible—.
Nadie adapta su voz. Nadie regula su risa.
Nadie baja la cabeza para ser aceptado.

 

Un grupo de personas conversaba sin guion.
No se interrumpían, pero tampoco se esforzaban por parecer “cordiales”.
No hablaban para agradar, ni para caer bien.
Solo hablaban para decir algo real.

 

—¿Esto es un infierno? —preguntaste.

—Si… si nadie intenta encajar, nadie necesita moldearse.

 

Y si nadie se moldea, ¿cómo se les enseña a obedecer?

 

El guía señaló un aula.
Adentro, un niñ@ hacía una pregunta que desafiaba la instrucción.
El adult@ respondió: “buena pregunta”, y cambiaron de tema.

 

—¡Eso es inaceptable! —murmuró el guía—.
La estructura… se desarma si se permite cuestionar el molde.

 

Un cartel decía:
“Aquí nadie se normaliza. Aquí se habita lo que se es.”

 

—¿Y entonces qué los une? —preguntó el guía—.
Si no hay miedo, si no hay corrección… ¿cómo saben quiénes deben ser?

 

—Quizá no lo saben —dijiste—.
Y por eso… no se traicionan.

 

El guía no respondió.
Una mujer con cicatrices en el rostro hablaba de política.
Un joven neurodivergente contaba un chiste y todos reían, sin incomodidad.
Un hombre con una falda rota bailaba solo, sin música. Y nadie lo miraba raro.
Nadie corregía a nadie.

 

—Esto… no produce uniformidad —dijo el guía, con voz rota—.
Aquí nadie siente culpa por no cumplir expectativas.

 

Se detuvo frente a una máquina rota.
Una placa decía:
Aquí terminó el algoritmo de validación.”

 

—Sin necesidad de encajar… ¿para qué sirve el perfeccionismo?
¿Para qué sirve la autocrítica?
¿Para qué sirve el marketing del “mejor yo”?
¿Para qué sirve el miedo?

 

—Tal vez no sirve —dijiste.
Y lo dijiste sin pretensión.
Solo como quien ve algo evidente por fin.

 

El guía bajó la mirada.
En su mano, la carpeta empezaba a arrugarse.
Apenas tomando sus bordes.

 

—Si ya no hay forma correcta de ser… si los humanos no se tienen que romper ni sufrir para existir… si todas las formas son dignas… si nadie siente vergüenza por no parecerse al molde…

 

…entonces el sistema… deja de existir.

 

Se le quebró la voz.

—¿Y si eso no es un error? —preguntaste.

 

Él no respondió.
Pero, esta vez, no caminó al frente.
Se quedó atrás.

 

Y tú… seguiste solo.
Porque lo humano no necesita permiso para avanzar.

 

Círculo X: La familia no replicante

"Aquí nadie repite lo que lo rompió."

El guía no quiso entrar. Pero lo hizo.

No por deber. Sino porque algo en él ya no sabía dónde quedarse.

Sus pasos no eran rectos. Ni firmes. Avanzaba como quien lleva dentro un ruido que se está volviendo grito.

—Círculo X —dijo, pero su voz no sonó como voz. Sonó como eco de algo que ya no cree.

Zona de Estructura No Replicante. Riesgo de Disolución Hereditaria.

 

El espacio parecía una casa, pero sin divisiones. Sin puertas cerradas. Sin jerarquías. Había niñ@s que no pedían permiso para ser. Personas mayores que no exigían obediencia.

—¿Qué es esto? —preguntaste.

El guía leyó su carpeta. Pero no dijo nada. Solo la apretó.

 

—Aquí no se hereda el molde —respondió una voz—. Aquí nadie obliga a ser como fue dañado.

Una madre abrazaba a su hij@ sin pedir que deje de llorar. Un padre decía: "me equivoqué". Un abuel@ contaba su historia, pero no exigía que la repitieran.

 

—¿Y si nadie repite lo que aprendió, entonces quién transmite el orden? —murmuró el guía.

—Aquí no hay castigo por sentir distinto. Aquí no se exige que seas copia. Aquí el vínculo se construye… no se impone.

 

El guía parpadeó. No como máquina. Como quien no sabe si llorar o huir.

 

—Pero… si no hay jerarquía, ¿qué los mantiene unidos?

 

—El cuidado. El respeto. La elección. La escucha.

 

Pasaron junto a un niñ@ que decía "no quiero eso". Y el adult@ respondía: "entiendo". No hubo amenaza. No hubo miedo.

 

Una mujer con mirada firme decía: —No vine a repetir el dolor. Vine a transformarlo.

 

Un cartel decía: "Tú no me debes repetirte. Yo no te debo parecerme. Podemos acompañarnos sin imitar heridas."

 

—Esto… no perpetúa —dijo el guía. —No. —No reproduce. —No. —No domestica. —No.

 

—Entonces ¿qué es?

 

—Es un vínculo que no exige obediencia ciega. Que no mutila lo distinto. Que no llama lealtad al sacrificio.

El guía se sentó. Ya no podía sostenerse de pie.

 

—Si cada quien se permite ser… si ya no se exige repetir… si no hay molde que heredar… ¿qué queda de lo que llamábamos familia?

 

—Queda lo humano —respondiste—.

 

El guía soltó su carpeta. Como quien suelta algo que llevaba demasiado tiempo sosteniendo.

 

—Esto… no debería existir —dijo, pero su voz ya no era de sistema. Era de miedo. Y de deseo.

 

—¿Y si existe?

No respondió.

Y entonces te miró. No como funcionario. No como testigo. Te miró… como humano.

—Cierre de protocolo —dijo al fin, sin fuerza—. La siguiente puerta no está programada. No tengo instrucciones para lo que viene.

 

—No las necesitas —dijiste.

 

Y avanzaste.

Con él.

—------------------------------

 

ÚLTIMO CÍRCULO: El espejo

 

“Aquí no hay nadie… excepto tú.”

 

La puerta no se abre sola.
Esta vez, tú la empujas.
Y él... tarda en seguirte.

 

El guía ya no es guía.
Es solo alguien que camina detrás.
Cada círculo le quitó algo.
Pero esta puerta...
esta puerta amenaza con quitarle todo.

 

—Último sector —murmura—. Zona de Disolución del Rol Asignado. Área de Exposición Reflejada. Riesgo máximo: colapso de función.

 

Entras.
Y no hay voces.
No hay teoría.
No hay nadie.

Solo espejos.
Altos. Incompletos. Curvos. Rotos. Transparentes. Sin marco.
Y en cada uno… un reflejo.
No maquillado. No corregido. No idealizado.
Solo tú.

 

Y él.

Porque también se ve.
Y no está listo.
Porque esta vez… no puede narrarlo.
No puede clasificarlo.
No puede darle un nombre que lo proteja.

 

Por un segundo retrocede.
No por cálculo. Por pánico.
Como si en ese reflejo habitara todo lo que ha evitado.
Todo lo que se negó. Todo lo que obedeció.

 

—¿Esto soy yo? —susurra.
Pero la voz no le sale del pecho.
Sale de una grieta.
Y no te habla a ti.
Le habla a esa figura frente al vidrio…
idéntica…
pero sin alma.

 

Intenta mirar hacia otro lado.
Pero no hay otro lado.
Todo es reflejo.
Todo es retorno.

 

Y entonces... se cae.
No físicamente. Peor.
Se le cae el papel que sostenía su existencia.
El guion. La idea. El deber.
El eco de todas las voces que le dijeron que era “perfecto”, “objetivo”, “incorruptible”.

 

Y ahora…
ya no hay guion.
Ya no hay voz.
Solo hay temblor.

 

Llora.
No con decoro. No con control.
Llora como si algo dentro… estuviera naciendo por fin.
O muriendo.

 

Se lleva la mano al rostro.
Pero ya no sabe si es piel…
o artificio.
Si fue alguien.
O solo fue una función.

 

Y entonces lo miras.
No como a un enemigo.
Sino como a alguien que también fue usado.
Moldeado.
Puesto ahí para sostener algo que no eligió.

 

Y lo abrazas.
No para salvarlo.
Sino para que al menos una vez…
sepa lo que es ser visto sin corrección.

 

Él tiembla.
Se desarma.
Llora contra ti.
Ahora no le importa quién lo está viendo.

 

Y en ese silencio…
te giras.

 

Ya no hablas con él.
Hablas con eso que está detrás del vidrio.
Con lo que siempre quiso quebrarte.
Con lo que convierte lo humano en error.
Lo libre en amenaza.
Lo distinto en falla.

 

Y ahí, por fin…
tu voz empieza a temblar.

 

Quieres hablar…

pero se te quiebra el aliento.

Te tiemblan los labios.

Las lágrimas caen.

Y con ellas…

 

…otra emoción se asoma.

Una que casi nunca se te permite sentir.

Una que casi nunca se te deja vivir:

 

el coraje.

 

Y desde ese coraje…

no cedes.

No cedes al sistema.

No hablas con odio.

Hablas con ansiedad.

Con razón.

Con verdad.

 

Y le dices al rostro del sistema.

A eso que todavía susurra desde los bordes del espejo sin poder sostener su máscara:

 

—Ya no más.

 

Ahora conozco la verdad.

Ahora reconozco el infierno.

Y sí… tal vez no pueda salir.

Quizá no escape.

Tal vez siga siendo un prisionero.

 

Pero ya no soy prisionero de mí.

Ahora soy prisionero de ustedes.

Y eso…

eso es distinto.

 

Porque ahora elijo.

Elijo ser yo.

 

Y lo veo.

No soy una falla.

No soy yo.

 

Tal vez nunca llegue al verdadero infierno…

pero lo he visto.

Y si lo he visto… puedo vivir el mío.

 

Entonces, el guía sonríe.

 

Una sonrisa mínima pero real.

Como quien no sabe si tiene permiso…

pero igual se permite sentir.

 

Da un paso. Y luego otro.

Y sin decirlo, se pone a tu lado.

Con miedo.

Con duda.

Pero sin máscara.

Sin mandato.

 

No habla. Aún no.

Pero te mira.

Y esa mirada…

es una forma de volver a empezar.

 

Pero tú sí puedes hablar: 

 

—Y sí.

Pueden intentar callarme.

Lo harán.

Intentarán hacerlo.

Pero no lo haré.

No lo haré.

Ya no callaré más.

 

Tratarán de imitar mi voz.

Diluirla.

Distorsionarla.

Tratarán de oprimirme.

De borrarme.

 

Y sí… tal vez lo hagan.

Puede que lo logren.

 

Y sí…

también tratarán de romperme.

 

Y me romperé.

Dos veces.

Tres veces.

Cuatro.

 

¿Por qué?

 

Porque soy humano.

Porque soy persona.

 

Y sí…

me permitiré romperme.

Me permitiré caer.

 

Pero puedo decirles algo:

no van a romperme a mí.

No van a romper mi ser.

 

Eso no.

Eso no se los daré.

No se los daré más.

 

Será difícil.

Sí.

 

Pero no van a romperme a mí.

 

¿Por qué?

 

Porque ya no estoy solo.

Ya no soy solo yo.

Camino con quien sabe mirar.

Y en esa mirada…

camino a través de otros.

 

—Vamos.

Podemos regresar…

pero con otros ojos.

Comparte de forma anónima

© Jesús [Maciel Z], 2024–2025. Todos los derechos reservados. Este artículo y todos los de la sección están protegidos por la Ley Federal del Derecho de Autor. Queda prohibida su reproducción total o parcial, distribución, traducción, modificación o cualquier otro uso sin autorización expresa y por escrito del autor.

bottom of page